miércoles, 4 de junio de 2014

---LA UNIÓN HACE LA FUERZA---


                Mis padres siempre me habían dicho que no me juntase con esa clase de animales, pues en un abrir y cerrar de ojos, te están engullendo. Unos, un poco torpes en sus movimientos, ruidosos y ciertamente descuidados. Mi madre me enseñó a caminar despacio, muy sigiloso y siempre pendiente de lo que ocurre a mi alrededor. Otros, en cambio, se aprovechan de nuestra vulnerabilidad o exceso de confianza, repartiendo zarpazos en el más absoluto silencio y oscuridad, para que no los puedas identificar.
                Ellos siempre me dijeron que tuviese los ojos bien abiertos, y que no me fiase si un compañero, en acto amigable, deja a mi merced un suculento ratón; sin embargo, yo siempre he confiado en mis iguales, mi olfato gatuno creía no equivocarse.
                El recinto donde acostumbrábamos a pasar el día, después de una nutritiva comida, era amplio y muy soleado. Una extensión de hierbas ya marchitadas por el avance del verano y la escasez de lluvias. Cada uno de nosotros tenía un lugar establecido para el aseo y posterior descanso. La paz reinaba en aquel espacio hasta que un ejemplar, que más parecía el demonio que un gato, se dejó caer por allí. Sus rasgos lo decían todo. Mirada maléfica, satánica y bigotes en forma de anticristo.
                En poco tiempo consiguió implantar sus normas y voluntad, pasando a ser todos sumisos y esclavos. Cada mañana teníamos que cazar el mayor número de presas para él, o de lo contrario éramos desterrados de nuestra propia tierra. Ninguno de mis compañeros protestó ni dijo nada. Lo único que comentaban en corrillos era que, la ley del más fuerte siempre prevalece, y pensando que en caso de peligro, ese supuesto líder los salvaría del mismo, considerándolo como el Rey de la tribu.
                A mí no me hacía ninguna gracia tener que compartir mis capturas con aquel individuo que se pasaba el día postrado a la sombra, con un pelaje lustroso y saludable, rodeado de las mejores hembras de la zona. Me dejaba el pellejo cada vez que salía en busca de alimento, arriesgándome a ser el rico almuerzo de Toby, un perro de grandes dimensiones y olfato divino. Muchas veces he tenido que engañarlo, para poder escapar de sus zarpas.
                Una mañana de otoño, cuando ya las temperaturas habían refrescado y la tierra amanecía húmeda por el rocío, me obligó a desplazarme hasta un cinturón de la ciudad un tanto desconocido para mí. Regresé cabizbajo, con un botín mediocre, indigno de un vasallo.
         ¿Qué me traes? – me preguntó, tan pronto me vio asomar el hocico por nuestro descampado.
         Hoy ha sido un mal día. Aquel sitio estaba plagado de perros, imposible cazar sin la mirada penetrante de aquellos hurones.
         Ya sabía yo que eras un inútil, un auténtico incompetente – protestó con voz enfurecida.
         Pensé que podría engañarlos, pero se ve que están entrenados.
         Pensé, pensé, tú aquí no estás para pensar, ya te lo he dicho en varias ocasiones. Aquí estas para hacer lo que yo te diga, ni más, ni menos – maulló colérico.
         Lo siento, no volverá a ocurrir – me disculpé con vergüenza.
         ¿Tengo que hacerlo yo todo? – gritó, mientras todos los demás se reían a carcajadas –. Si no sabes hacer bien tu trabajo, ya sabes dónde está la salida. Vuelve a aquel lugar y no regreses hasta cumplir con tu cupo.
                Bajo la observación de todos, testigos de mi humillación, me retiré del lugar. Tenía el ánimo a ras del suelo, me sentía como si me atiborraran a palos.
                A partir de ese día, las vejaciones fueron continuas en el tiempo, haciéndose cada vez más pesadas y degradantes. Los compañeros que acostumbraban a salir conmigo de caza, habían sido trasladados a otros lugares mucho menos peligrosos, sin perros callejeros a la vista, por indicaciones del cabecilla.
                Mi salud empezaba a resentirse. Aquel pelaje tan envidiado por los demás felinos, de color gris ceniza, brillante y meticulosamente cuidado, se transformó en una madeja de pelos enmarañados que habían perdido totalmente el resplandor. Tenía los ojos tristes, casi llorosos y mis bigotes rozaban el suelo.
                Deseaba mantener la amistad con mis amigos de siempre, aquellos que habían nacido en el mismo lugar que yo, con los que había compartido correrías, algún que otro secreto y nos habíamos ayudado mutuamente. Pero Trus se encargó de que eso no fuera posible. Con sus artimañas de buen orador, consiguió poner a todos en mi contra, creando falsas historias y bulos. Nadie se atrevía a llevarle la contraria, había creado un ambiente de miedo y pavor entre nuestra comunidad, donde antes se vivía con tranquilidad y cierta despreocupación.
                Aislado de todo lo que antes había sido una parte importante de mi gatuna existencia, atrapando ratones o pequeñas aves despistadas, me sentí el ser más miserable, bajo aquel cielo lleno de nubes tan grises como mi propia realidad.
                Un día mandó a uno de mis anteriores compañeros a que me acompañara en la salida rutinaria, y de paso, asegurarse así de que su secuaz, cumplía con las normas establecidas. Yo, en aquel entonces, pensé que había recapacitado y que las aguas volverían a su cauce original. Tardé poco tiempo en darme cuenta de lo ingenuo que había sido, creyendo que Trus había recapacitado.
                Estaba a punto de conseguir el botín, cuando mi olfato interceptó que algo no iba bien. Noté como los pelos del lomo se me erizaban, mis orejas estaban tiesas y los ojos fruncidos. Observé a mi alrededor y no había atisbos del colega que me había escoltado. Se había difuminado, sin avisarme del peligro que corría.
                Dejé a un lado tan apetitoso manjar y disimulé mi preocupación, buscando alternativas a corto plazo. A pocos metros, un perro huesudo y muerto de hambre enseñaba sus dientes asquerosos, elevando de forma exagerada una trufa embarrada y emitiendo sonidos intimidantes. Sin pensarlo dos veces, empecé a correr hacia uno de los márgenes, donde vi cómo algunos disfrutaban de la escena que tenían ante ellos. También comprobé como todos, excepto uno, me negaron la ayuda que les pedía a gritos. El muro era demasiado alto para mí, pero ese anónimo me ofreció su pata derecha y gracias a él, conseguí trepar hasta llegar al punto más alto, poniendo mi vida a salvo.
                Cuando regresé al puesto de mando, Trus me esperaba con una sonrisa burlona, apuntándome con su pata grasienta. Se estaba mofando de mi arriesgada aventura, aunque le hubiera gustado que cayera bajo aquellas uñas hambrientas. Ver como se removía en las hierbas a carcajada tendida, con las patas hacia el cielo y la cabeza pegada al suelo, me produjo una sensación de pesadumbre y a la vez, de repulsa. Los allí presentes, imitaban sus acciones sin rechistar, aplaudiendo cada uno de sus sarcasmos, igual que muñecos de trapo.
                Lejos de amedrentarme, erguí lo máximo que pude la cabeza y salí de aquel lugar tóxico, donde lo único que se respiraba era intimidación, chantaje y desaliento. El mundo gatuno se había vuelto corrupto, venenoso e infecto. Las palabras “amistad, confianza, ayuda, empatía y colaboración” ya no existían, ya nadie las conocía y ponía en práctica.
                Esa noche la pasé solo, escondido en una caseta abandonada. El paso efímero de las horas, me ayudó a pensar y a tomar la decisión más importante y relevante de mi historia. Hablaría con los que había considerado siempre amigos y con otros compañeros, para pedirles su apoyo y acabar con aquel hostigador que tenía a todos atemorizados.
                Llevaba días durmiendo mal y mis costillas empezaban a ser cada vez más visibles, a pesar de la capa de pelo que tenía. Todos los roedores que conseguía cazar, debían ser entregados sin reserva alguna; ya que sus esbirros se encargaban de controlarme.
                Por la mañana, bien temprano, conseguí escabullirme de los guardias, y me dirigí a una zona algo más segura, donde masticar algo fresco. A lo lejos, podía escuchar cómo los subordinados maullaban órdenes a los pobres desgraciados que acataban las mismas, sin oposición alguna, pero eso debía acabar.
                Una vez recuperada parte de las fuerzas, me dirigí hacia el lugar que sabía seguro, estarían algunos de ellos. Al principio ni se habían enterado de mi presencia, hasta que alcé la voz y todos buscaron con la mirada de dónde provenía aquel tenaz maullido.
                Con serenidad, expuse mis argumentos, ofreciéndoles la posibilidad de unirnos y formar una sola voz, para afrontar el problema. Nadie contestó ni contrarió mis proposiciones. Se limitaron a escucharme y a analizar mis palabras, meneando la cola de vez en cuando, mientras se lamían y relamían. Mi última oferta fue retarles a acompañarme esa misma tarde hasta el mausoleo que había construido Trus.
                Allí estaban todos, rodeando al gran minino, tumbados al sol, sobre un prado recién segado. Él, cuando vio que me acercaba hasta su trono, se irguió impaciente, invitándome a volver por donde había venido. Pero yo, lejos de amilanarme y guardar mi cola entre las patas traseras, continué con el paseíllo, sin dejar de mirarlo fijamente a los ojos, algo que lo enervó especialmente, pues estaba acostumbrado a que todos obedecieran sus propios mandamientos y agacharan la cabeza.
         ¿Qué haces aquí? – preguntó con un tono de voz un tanto irónico –. Sabes que has sido desterrado de mi jurisdicción.
         Para empezar, esto no es tuyo, lo hemos compartido todos en armonía hasta que llegaste tú, con tus estúpidas reglas.
         Sal de mi vista ya – gruñó muy enfadado. Los ojos estaban a punto de salirse de sus órbitas.
         Antes debo decirte algunas cosas – contesté sin miedo.
         Tú no eres quien para decirme nada, ¿lo entiendes? Eres un simple Don Nadie – sostuvo indignado.
         Eso es lo que tú crees, pero los demás están conmigo. Todos apoyan que debes largarte de nuestras tierras. Las ratas que cacemos, serán para nuestro propio sustento, y no tenemos por qué mantenerte. Nos tratas como estiércol y por lo tanto, no eres digno de nuestra amistad.
         No serás capaz de hacer tal cosa – dijo, enseñando su dentadura perfecta –. Esta chusma que ves a mi alrededor, me adora. Yo los protejo y les doy cobijo, no necesitan nada más.
         No necesitan de tu protección – repliqué.
         No quiero escuchar más sandeces. Lárgate de mi vista antes de que te dé un buen zarpazo – empezaba a estar molesto.
         No pienso irme de aquí hasta que recojas tus bártulos y desaparezcas de nuestra vista – reivindiqué –. ¿Quién está conmigo?
                Durante unos minutos se hizo un silencio que, más parecía el entierro del tan querido Gato con Botas. Empezaba a inquietarme cuando, el compañero que me había tendido una pata días antes, se puso a mi lado, pasándome una de sus patitas atigradas sobre mi lomo. Le respondí con un afable guiño, agradeciendo su gesto.
                No pasó ni un minuto desde que San se acercó a mí para acompañarme en el reto, cuando, uno tras de otro, gatos de todos los lugares se fueron acercando a nosotros. Jóvenes o ancianos, sanos, enfermos, tuertos; poco a poco, abandonaron la zona oscura, gris y tormentosa, buscando la libertad, la paz, el amor libre, vivir sin coacciones, sin gritos ni amenazas, sin miedo, sin sentirse inferiores y desmotivados.
                Ya nadie quedaba del otro lado, sólo Trus, que mantenía su pose altanera.
         ¡Me las pagarás! – vociferó enojado.
         ¡Abandona este lugar y no te atrevas a volver! Aquí queremos integrantes que aporten cosas positivas y no se pasen el día dando órdenes injuriosas y maldicientes, queremos que la comida sea repartida con los enfermos y no tener cánones ni rentas que nada nos contribuyen – mi voz era sosegada y a la vez firme y convincente.
         Que quede claro que me voy por voluntad propia, pues no deseo estar con gente tan egoísta, ordinaria y vulgar – dijo, sin saber el revuelo que sus palabras producirían.
                La manada empezó a maullar en grupo. Estaban indignados e irritados ante tales manifestaciones. Se creó un profundo malestar y yo no sabía cómo atajarlo, entre otras cosas, porque sus expresiones también me habían dolido. Unos mostraban sus dientes afilados y punzantes, otros elevaban sus zarpas puntiagudas en señal de advertencia, y algunos se fueron acercando cada vez más hacia él, con la intención de darle su merecido.
         ¡No! – grité –, no vale la pena manchar nuestras pezuñas con su sangre contaminada de rabia y envidia. Dejad que se vaya, creo que le ha quedado claro que todos deseamos su inminente partida. Nosotros no somos con él, cobardes, sitiadores o acosadores.
                El círculo que habían trazado alrededor de Trus se abrió en uno de sus extremos, ofreciéndole así su retirada. Con la cola a rastras, fue desfilando por entre ellos, manteniendo la mirada despiadada y feroz que tanto lo caracterizaba.
                A partir de ese día, la concordia reinó entre nosotros y algo les quedó muy claro: “La Unidad, hace la Fuerza”.

SANDRA EC


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