viernes, 18 de julio de 2014

LA DEPRESIÓN, MUY MALA COMPAÑERA DE VIAJE



         Mañana tengo cita con el sicólogo, y pasado mañana, con el psiquiatra. Estoy hasta los mismísimos …, de tanta consulta. La médica de familia me ha recomendado ese doctor de locos, como lo llaman algunos. De ella no tengo queja, pues se porta de maravilla conmigo. Es atenta, comprensiva, y procura transmitirme serenidad y calma, algo tan escaso en mi vida actual. Tanto es así, que incluso me habló de una experiencia suya muy parecida a la mía, comentándome cómo lo arregló.
         Llevo mucho tiempo durmiendo bastante mal, a fracciones de tiempo. Al principio me cuesta conciliar el sueño, pues mi mente es bombardeada con imágenes y recuerdos que preferiría olvidar o borrar para siempre. ¿Por qué será que todo eso que tanto daño te ha hecho, eso que deseas que desaparezca de una vez por todas de tu vida, es lo que más se repite, una y otra vez, hasta el punto de levantarte dolor de cabeza? El psicólogo dice que soy yo mismo quien lo evoca, pues mi cuerpo desea acabar con ello, pero mi mente no, algo así me argumentó en una de las últimas sesiones. Es posible que tenga razón, aunque no le veo la lógica. Si es algo que me disgusta, que me hace sentir fatal, sin motivaciones, sin ganas de continuar con la lucha diaria, ¿por qué mi yo interno va a querer machacarme continuamente con la misma historia, hasta lograr enfermarme? Serán cosas del subconsciente.
         Al principio de mi enfermedad (todavía me cuesta asumirlo), la doctora me recetó unas pastillas para poder conciliar el sueño, y no pasar toda la noche en vela. Posteriormente el psiquiatra me las cambió por otras mucho más fuertes, que consiguen tenerme dormido toda la noche, ni un terremoto me despertaría. He leído el prospecto y lo cierto es que tienen muchos efectos secundarios y, sobre todo, son bastante adictivas, algo me que preocupa sobremanera. Ayer noche, por ejemplo, la tomé antes de acostarme, cuando todavía estaba en la cocina, arreglando unas cosas. En el momento en que quise irme para la cama, noté como si estuviera en una nube, flotando, fue una sensación muy rara, algo que nunca antes había experimentado. Estoy seguro de que fueron esas malditas pastillas (malditas por ese efecto, pues realmente me hacen bien a la hora de dormir y las necesito).
         El psicólogo es un hombre joven, quizá unos años mayor que yo. Acostumbra sentarse a mi lado cuando charlamos sobre mis problemas. Primero escucha todos mis argumentos, en alguna ocasión he tenido que llevar dibujos, mis pensamientos por escrito… luego comenta y expone su punto de vista y sacamos una conclusión, bueno, más bien él. La verdad es que cuando salgo de su consulta, mi cabeza parece que va a explotar, debido a que él ahonda en los recuerdos que creía ya enterrados. Pasadas unas horas, ya me encuentro bastante mejor, como si me hubiese quitado un gran peso de encima, aunque lamentablemente es temporal.
         La familia empieza a cansarse de mis lamentaciones, de los cambios de humor. Pocas veces tengo ganas de salir de casa, sobre todo por no enfrentarme a esas personas que tanto me asustan e intimidan. Creo que todos confabulan en mi contra, sobre todo mis compañeros de trabajo, de los cuales esperaba una llamada, una visita, algo; y lo que obtuve fue silencio, separación, pasividad y pasotismo. Yo jamás les haría lo que me están haciendo a mí, pero cada persona es un mundo.
         No me gusta ver sufrir a mis parientes, sé que no se lo merecen, pero no puedo evitar sentir miedo y ganas de esconderme cuando siento al enemigo cerca. ¿Será que estoy loqueando de verdad? A pesar de mi actitud testaruda, ellos continúan a mi lado, apoyándome y animándome, de forma incondicional, aunque a veces me doy cuenta de que el cansancio hace mella también en ellos, entonces es cuando me siento más culpable que nunca, por hacerles daño, por no ser capaz de radiar felicidad en mi familia, lo más preciado en la vida de una persona. El psicólogo dice que todas estas emociones son temporales, y que si me lo propongo, en un tiempo, tenderán a desaparecer.
         Hasta hace poco, no confiaba en nadie, a excepción de mi familia más allegada. Pensaba que todos conspiraban  contra mí, que nunca me darían la razón, ni me entenderían. Hoy día, algunas cosas han cambiado, aunque no todo. En muchas ocasiones evito hablar de mi problema, porque sé que me mirarán como a un bicho raro. No te lo dicen a la cara, pero en su rostro se adivina lo que realmente piensan, y los papeles cambian, de modo que al final, la víctima pasa a ser el hostigador, y éste se convierte en el damnificado, con lo cual, la impotencia que sientes se multiplica inmensamente.  
         Muchos creerán que estoy chiflado, pero me gusta ir al psicólogo. Él me comprende y no se asusta cuando le hablo de mis miedos. Me ayuda a canalizarlos y a sacar el lado positivo de ellos.
         Ahora mismo, los sentimientos que habitan en mí son los de miedo, pavor, soledad, angustia, desmotivación, pérdida, frustración. Si tengo que decir de qué color veo la vida, diría que sería en un tono grisáceo, totalmente insípido.
         Otra cosa bien distinta es el psiquiatra. El que me tocó era bastante mayor, aunque ganó mi confianza a los pocos minutos de entrar en su consulta. Lo primero que hizo fue preguntarme cuál era la razón por la que estaba allí. Lo puse al día, un poco por encima, para no enrollarme demasiado, pues sabía que esa gente siempre estaba muy ocupada, además de que me encontraba justo en esa etapa en la cual todo el mundo era mi enemigo, y él, tan conocedor de la mente humana, me soltó que quién debería estar allí, en su consulta, delante de él, tendría que ser esa persona que tanto daño me estaba haciendo de forma voluntaria. La verdad fue que me quedé muy sorprendido con su reacción, lo cual me agradó mucho, teniendo en cuenta lo degradada que estaba mi estima personal. Argumentos como ese, tan positivos y motivadores, le levantan la moral a cualquiera, ¿o no?
         Mi deseo es recuperar la salud mental lo antes posible, para así continuar con mi vida, disfrutar de los míos, salir a dar un paseo a la calle o a un parque, ir al cine, o de compras, sin tener que mirar hacia los lados o hacia atrás, para comprobar que no hay nadie conocido que me pueda recriminar algo. Esta vivencia no se la deseo a nadie, pues vives sin vivir, encerrado en tus propias pajas mentales.
         Muchas veces me pregunto qué he hecho yo para merecer este castigo, porque realmente es una penitencia vivir así. Lo peor de esta mala experiencia, es cuando tocas fondo. Ahí sí que lo ves todo de color negro. No encuentras salida, como si estuvieras en el interior de un pozo, sin luz, sin forma de poder escalar para alcanzar la vida, la esperanza. El reloj se para en ese momento, todo se ve sin sentido, sin gracia. Y llega la pregunta del millón: ¿para qué seguir así, sufriendo de esa manera y lo peor, haciendo sufrir a los que nos rodean? Reconozco que hubo momentos en los que pensé en ponerle fin a mi desgraciada vida, en desaparecer. Creía que era la única manera de aliviar el dolor que sentía en mi alma, pero la visita a un cementerio, después de haber fallecido un chico joven del pueblo, precisamente que se había suicidado, después de enterarse de que su mujer le ponía los cuernos, me hizo recapacitar. No arreglaría nada con esa solución tan drástica, lo único, no seguir en este mundo tan injusto, pero los problemas se los traspasaría a mi familia. Ese día decidí que no le daría el gusto de perderme de vista a la persona que me estaba haciendo la vida imposible. Lucharía hasta el final, por mí, y por los míos. Sabía que iba a ser un trecho difícil de transitar, pero no iba a consentir que aquel desgraciado disfrutara viéndome hundido, por nada del mundo.

         Yo no he hecho nada malo, todo lo contrario, siempre he dado lo mejor de mí en el trabajo, con los compañeros. No soy el malo, soy una víctima más.

SANDRA EC

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