Me
llamo María y nací un frío dieciocho de enero de mil novecientos cuarenta, en
la villa de Monçao o Monzón, perteneciente al distrito de Viana do Castelo, y
situada al norte de Portugal. Antiguamente era un pequeño pueblo rodeado por
una muralla y un castillo, como casi todos los que limitaban de alguna manera
con España, como símbolo de la lucha por las fronteras. Esta tierra arrastra
una leyenda desde las Guerras Fernandinas, sobre el año mil trescientos sesenta
y nueve, cuando enfrentaron a Fernando I de Portugal y los reyes castellanos de
la casa de Trastámara, por el trono de Castilla. Los castellanos habían impuesto
asedio del pueblo de Monzón, cerco que duró demasiado tiempo. En el interior de
los muros escaseaba la comida y los oponentes también estaban con escasas
provisiones, empezando a estar desmoralizados. Necesitaban buscar una salida
pero nadie era capaz de pensar con nitidez, y estaban barajando la opción de
rendirse. Fue entonces, cuando a la esposa del Capital General de Monzón y
alcalde de la Villa, se le ocurrió una idea formidable. Lanzar panes hechos con
la última harina que había en la fortaleza hacia el invasor, dando a entender
al enemigo que vivían en la abundancia y, frenando así, sus intenciones. Al
mismo tiempo gritaban «Deus
o deu, Deus o há dado», que significa, “Dios lo dio, Dios lo ha dado”. Ante la acción
valiente de Deu-la-deu Martins, los
españoles levantaron el asedio al creer que en el interior de los muros había
mucha resistencia. Por eso motivo, en el escudo de armas de Monçao, aparece una
mujer en la torre de la fortaleza con un pan en cada mano, y la divisa de la
villa hace referencia al nombre de esta heroína. También hay una plaza con su
nombre y una estatua en su honor en el centro del pueblo, del escultor Joao
Cutileiro.
Crecí en el seno de una familia
humilde, como todas las de la zona en aquella época. Tenía ocho hermanos; Fátima,
Luis, Lourdes, Ángeles, Carmen, Benedicta, Asunción y Josefa. En muchas
ocasiones y con un tono de humor, le dije a mi progenitora: “¡Madre mía, como no había televisión, se
iban temprano para la cama y así llegaron los hijos!”. Manuel, mi padre,
trabajaba en un aserradero de madera, al cual le teníamos que llevar todos los
días el almuerzo al trabajo y, los fines de semana, ejercía de peluquero en
casa. Él era el que se encargaba de ayudar a mi madre a traer los hijos al
mundo en el momento del parto. Mi progenitora se llamaba Bernarda y era ama de
casa, madre, esposa y repartía pescado que compraba en el país vecino. Para
ello, tenía que levantarse cuando todavía no había amanecido, y cruzar el río
Miño. Por aquel entonces, no había dinero para comprar alimentos, corría la
segunda guerra mundial y la República Portuguesa era una dictadura, bajo el
poder político de António De Oliveira Salazar, al cual considerábamos una
persona dominante, absolutista y ambiciosa. El país estaba parado y mis padres
tenían que alimentar muchas bocas, había que buscarse la vida. A finales de mil
novecientos treinta y nueve, se impusieron las cartillas de racionamiento,
comenzando a escasear un alimento tan imprescindible como era el pan, convirtiéndose
así en artículo de lujo. Mi madre era una mujer muy trabajadora y no podía
soportar ver a sus hijos sin comida en el plato. Se levantaba mucho antes del
amanecer y, junto a otras vecinas, y después de caminar cerca de ocho
kilómetros, cruzaba el río Miño, entre gallos y medianoches, en una pequeña barca
–previo pago de una tasa–, olvidándose del miedo y el peligro que suponía ser
mujer en aquella época. Las llamaban las “Trapicheiras”.
Cada noche, podían llevar tranquilamente entre veinte y treinta kilos de café
en grano, de la marca Sical, que por aquel entonces era el mejor, y también
barras de jabón portugués, camufladas en su cuerpo, y en una tina de aluminio o
de plástico con dos aros grandes a los lados, que se colocaba sobre la cabeza,
bajo un paño enrollado en forma circular. Normalmente los artículos que iban a
la vista eran los que se quedaban los guardias que vigilaban las fronteras. Otras
mujeres traficaban con tabaco, animales vivos, sábanas, huevos, lana, tripas
para matanza, arroz, harina e incluso algunas se atrevían con medicamentos como
la penicilina, la cual llegó a salvar muchas vidas cuando en España no había
existencias. Mis padres siempre argumentaron que el contrabando permitió la supervivencia
de numerosas familias, de un lado y del otro del río. Se jugaban la vida por la
miseria y la pobreza, para intentar comer. No mataban a nadie ni robaban,
simplemente sobrevivían. La necesidad tenía cara de hereje y les obligaba a
saltar las normas. Normalmente eran las mujeres las que se arriesgaban.
Las fronteras estaban vigiladas por,
en el lado español, los “Carabineros”
que, concluida la Guerra Civil, se fusionó con la Guardia Civil y, en el lado
portugués, los “guardinhas”,
conocidos como la GNR...
Me ha enganchado primero por la época en q se centra (me apasiona) y las circunstancias de la protagonista. Además muy bellamente escrito
ResponderEliminarMuchas gracias, Dolors, por tu comentario. Si te decides a leerla, me gustaría conocer tu opinión. Un besazo
ResponderEliminarPodría mejorarse un poquito, pero en general me encantó. Felicidades.
ResponderEliminarGracias por el comentario, Perla. Un fuerte abrazo
EliminarDios, me encanto . Ojala puedas publicar el proximo , un beso .
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