CAPÍTULO X
La zona era tranquila y soleada, con pocas casas alrededor. Delante del
portal de acero, totalmente ciego, había estacionado un vehículo con dos
hombres dentro que en aquel momento, estaban comiendo unos donuts. Alex paró su
coche en el lado contrario al de los hombres, cogió nuevamente el móvil para
comprobar que aquella era realmente la ubicación de Carla, y ciertamente ella
se encontraba justo allí. Era un día caluroso, sin casi nubes en el cielo.
Cogió las gafas de sol que había dejado sobre el asiento del acompañante, se
las puso y salió del coche. Los dos centinelas se apresuraron a salir del
vehículo antes de que él tocara el telefonillo de la casa.
–
Buenos días
caballero – dijo el más alto –, ¿desea algo de los propietarios de la vivienda?
– Buenos días –
respondió Alex con aire de sorpresa –. Deseo hablar con Carla, Carla Sánchez –
no sabía si estaba haciendo lo correcto.
–
Necesitamos su
identificación, si es tan amable – reclamó el otro compañero, un poco más bajo
y más blanco de piel –. ¿Ella lo espero?
Alex cogió la cartera
que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón y buscó en su interior el documento
de identidad. Se lo entregó y ellos tomaron nota de sus datos.
–
No, ella no me
espera, ¿me pueden decir a qué se debe tanto control, ha sucedido algo? –
intentó saber, aunque aquellos dos agentes ni se inmutaron.
– Vamos a avisar a
la señorita Sánchez de su presencia, aguarde aquí un momento –. El hombre más bajo
quedó a su lado, mientras que, el que se parecía a Clint Eastwood se dirigió a
la puerta y llamó al telefonillo. Tardó menos de un minuto y regresó hasta
donde estaba él.
–
Ha dicho que
puede pasar – murmuró el primero con pocas ganas de seguir vigilando.
Alex se dirigió hacia
la entrada y vio que en el porche de la casa se encontraba Carla con cara de
enfado. Estaba enfrascada en sus cosas y no esperaba ni deseaba visita, mucho
menos a Alex. Se preguntaba cómo había dado con ella. Él cerró el portal y se
acercó sigilosamente hasta la galería. Estaba vestida con un pijama de verano
de color negro de seda y finas tiras, ajustado a su figura, con escote en forma
de pico y remates en blonda. La miró con descaro al estar a su altura. La suave
brisa revolvía el cabello ondulado.
–
¿Qué haces aquí,
y cómo me has encontrado? – dictó sin saludo alguno.
–
¿Así recibes a
tus amigos? – bromeó con una sonrisa pícara.
–
En serio, ¿cómo
has conseguido mi dirección? – no bromeaba, pues era consciente de que si Alex
la había localizado, era muy posible que Paco hiciera lo mismo. Necesitaba una
explicación veraz.
–
No podía esperar
tantos días para verte, además, me gustaría hablar contigo de unas cosas, que
creo que son muy importantes – su encanto natural la desbordaba.
–
Tengo poco
tiempo, Alex, conoces el dicho que dice “el tiempo es oro” pues para mí ahora
mismo sí lo es. Pasa, te invito a un café, pero eso, sólo un café, y rapidito –
se lo dijo medio en broma, pues por un lado se alegraba de tenerlo allí, junto
a ella, pero por otro no quería inmiscuirlo en sus problemas y necesitaba ese
tiempo para planificar el ataque, conseguir un arma y librarse de los dos
polis.
Le hizo pasar hasta el
salón, y se sentaron en el sofá de tres plazas tapizado en ecopiel. A sus
padres les encantaba sentarse ahí, pues los asientos eran deslizantes y el
respaldo reclinable. Para protegerlo de manchas y ralladuras, tenían sobre él
un cubre sofá de tacto muy agradable y color púrpura, a juego con los cojines y
el cubre mesa decorativo. En el tocadiscos sonaba en aquel momento el tema de Alejandro Fernández y Christina Aguilera,
“Hoy tengo ganas de ti”. Ella rompió
el silencio.
–
Alex, antes que
nada quiero saber cómo me has encontrado, y necesito que seas sincero – manifestó.
En su voz se notaba inquietud y preocupación.
–
¿No ibas a
invitarme a un café? – exclamó con voz de hechicero. Su rostro era atractivo,
cautivador, interesante, lástima que tuviera tanta prisa, pensó ella.
Presa de los nervios,
se fue hasta la cocina, que estaba justo al lado, solamente los separaba una
media pared recubierta con un papel decorativo con lunares, topos y confeti de
color púrpura. Puso la cafetera sobre la placa de inducción y volvió a sentarse
junto a él.
– No pienso
hablarte más si no me contestas la pregunta que te hice – en su cara no había
señales de alegría.
–
Está bien, no te
enfades – tenía toda la intención del mundo de hablar con ella, de contarle lo
que había averiguado y de preguntarle qué era cierto y qué no, pero antes le
apetecía tomarle un poco el pelo –. He conseguido localizarte a través del
móvil, porque tú tienes el mismo modelo que yo, y éstos tienen una aplicación que
se llama “encuentra a tus amigos”, que funciona como un GPS.
–
¡Dios, no lo
sabía! – se levantó del sofá y se llevó las manos a la cabeza.
–
¿Qué pasa?
–
Pasa que soy una
confiada, y ahora cualquier persona puede saber dónde estoy – interpeló
bruscamente.
– Cualquier
persona no, solamente aquellos que tengan este mismo modelo. Ahora contéstame
tú ¿por qué hay vigilantes a las puertas de tu casa?
La cafetera les avisó
de que el café estaba en su punto. Cogió dos tazones del mueble, las
cucharillas, el azúcar y regresó a la sala.
–
Déjame que lo
sirva – dijo él, viendo que a ella le temblaban las manos.
– Puedo hacerlo yo
– mantuvo. Él paseó la mirada suplicante por su esbelta figura, contemplando
cada centímetro de su blanca piel, cada contorno, cada curva que aquel
insinuante pijama dejaba entrever.
El café estaba
hirviendo, era imposible tomárselo así.
–
Es una larga
historia, que me llevaría una eternidad contártela – pronunció nostálgica.
–
Bueno, yo no
tengo prisa, así que dime.
– Hay un fugitivo
muy peligroso que me persigue desde hace unos días, por eso me han puesto
protección.
Él la miró fijamente a
los ojos. Estaba seguro de que lo que le acababa de contar era cierto. Carla no
se atrevía a mirarlo a la cara, con miedo a que le pidiera detalles.
– Además de
acercarme hasta tu casa para saber cómo te encuentras, he venido para
preguntarte ciertas cosas que, seguramente tendrán mucho que ver con lo que me
acabas de contar.
–
¿Qué cosas? – No
le gustaban las preguntas.
– No sé por dónde
empezar, la verdad – hizo una pequeña parada para pensar –. Desde la noche que
quedamos para cenar, deduje que ocultabas algo muy gordo, algo que te
inquietaba profundamente. Nunca hablabas de tu vida, siempre estabas a la
defensiva y apenas dejaste datos sobre ti.
– Vale, y eso qué
importa, todos tenemos nuestro pasado. No tengo que ir por ahí contándole a
todo el mundo mis cosas.
– Ya, lo comprendo,
pero déjame que continúe – y mirándola a los ojos siguió con su exposición –. Después me dijiste que durante un tiempo no
volverías al gimnasio, que debías resolver unos asuntos, siempre sin extenderte
y con cierto recelo.
–
Tenía y tengo
mis razones – volvió a interrumpirlo.
–
Cierto, tienes
tus razones, pero yo no me podía quedar sin saber más, pues cuando alguien me
gusta de verdad, me preocupo por ella, y yo sabía que a ti te estaba pasando
algo delicado, algo que no puedes sobrellevar tu sola, pues esa carga parece
bastante pesada.
–
El café ya está
bien – intercaló. Siempre había odiado hablar de sí misma, y tampoco le gustaba
escuchar cómo otros lo hacían.
–
He estado
buscando información sobre ti en internet, sabes que ahí puedes encontrar todo
lo que necesitas, y lo sé todo – Carla carraspeó.
– ¿A qué te
refieres con todo? No soy ninguna modelo famosa, ni cantante ni actriz, no
tengo fotografías comprometidas por ahí perdidas ni – se detuvo de repente,
pues iba a decir que no había matado a nadie, lo cual era mentira.
–
No te hagas la
tonta conmigo, ambos sabemos de qué va el tema. He sabido que hace más de un
año hubo un altercado en Santiago, creo que leí en el casco antiguo, muy cerca
de la catedral, persiguiendo a un narco bastante peligroso.
– Basta Alex, no
continúes – se llevó la mano derecha a la cara y frotó los ojos con insistencia.
Estaba tan cansada de no dormir, de ocultar sus sentimientos hacia los demás,
de fingir ser quien no era, de callar.
– Te lo dije
aquella noche, Carla, no me asusto por cualquier cosa. Lo sé todo, y aun así,
estoy aquí. Creo que te has mudado para olvidar y para evitar recordar aquellos
hechos cada día de tu vida.
–
Qué sabrás tú de
mí – señaló inhóspitamente –, lo que has leído no es ni la mitad de lo que
realmente sucedió, eso solo lo sé yo, nadie más.
– Bueno, pues para
eso estoy aquí princesa, para escucharte, para brindarte mi apoyo, mi hombro y
mi amor. No me rechaces nuevamente – la tomó de las manos, masajeándole la
parte superior con delicadeza.
–
No necesito a
nadie, lo que necesito es que me dejen en paz – de sus ojos cayeron gruesas
lágrimas, partiéndole el corazón a él. Se levantó del sofá y se puso cerca de
la ventana.
–
Pues yo no he
venido con esa intención, todo lo contrario – se acercó a ella y la abrazó por
la espalda con suavidad, haciendo que se girara – ¿y esta cicatriz?
–
En un accidente.
Por favor, no lo hagas más difícil – susurró con un hilo de voz. Se refería a
la cicatriz que se había hecho al descubrir a su compañero muerto.
–
Necesito estar a
tu lado. Desde que entraste aquella mañana en el gimnasio, no he podido dejar
de pensar en ti. Me gusta cómo eres, sencilla, sincera ¡tendrás que confiar en
alguien!
– Ya tengo en
quien confiar, ya tengo personas que me quieren, y mucho, y que darían la vida
por mí.
–
Apuesto mi mano
derecha a que estás hablando de tus padres.
– Pues sí, ellos
siempre están ahí, para todo lo que necesite. Nunca me han fallado, en cambio
yo a ellos sí.
–
Pero no es lo
mismo. Seguramente tú a tus padres no les contarás absolutamente todo, a veces
por miedo a herirlos o por no preocuparlos. Admítelo, pues nos ha pasado a
todos.
Alex hizo que se diera
la vuelta, quedando uno frente al otro. Con el brazo izquierdo rodeó su
cintura, con la mano derecha tomó su barbilla y la elevó, observando así
aquella mirada, triste y dolida. Con las palmas de las manos acunó su cara. Le
acarició las mejillas con sus tersos dedos, el cuello, los labios. Necesitaba
calmar el deseo de besarla, de apretujarla entre sus brazos, de sentir como ambas
lenguas se convulsionaban en rítmicos movimientos, y así lo hizo. En cuestión
de segundos, había pegado sus labios a los de ella, con ternura. Carla ansiaba
tanto como él sentir el calor de su cuerpo varonil, de sus brazos, fuertes y
fornidos, abrazándola con posesión, de su lengua recorriendo cada centímetro
con tenencia, de forma audaz. Ya ni se acordaba de la última vez que había
sentido todo eso. Presa de un deseo serpenteante, lo agarró por el pelo con
tesón, devolviéndole cada beso, cada caricia. Su cuerpo se estremecía y
amoldaba al de él, la respiración se entrecortaba. Con el paso de los minutos
una oleada punzante se iba instalando en aquella zona ya húmeda y anhelante de
placer. Alex la condujo hasta el sofá,
se sentó y observó el cuerpo perfecto y armonioso de Carla. Ella, incapaz de
soportar por más tiempo las ganas de estar desnuda ante él, comenzó a
despojarse de las dos reducidas prendas de ropa que llevaba. Él la contemplaba
embelesado, sus ojos se clavaron sin remedio en los pechos perfectos. Se acercó
a él y le quitó con celeridad la camiseta color miel, que cayó al suelo como la
hoja de un árbol en pleno otoño. Se arrodilló y le besó el torso, le acarició
los hombros, los brazos. Sus manos diligentes, gráciles, se posaron sobre su
entrepierna, provocando en él olas de excitación. Alex agarró sus muñecas con
desesperación, suplicándole que lo desprendiese de los vaqueros que en aquel
momento tanto le importunaban, y ella lo hizo. Primero lo liberó del cinturón,
después fue desabrochando botón por botón, hasta que se lo quitó
premurosamente. A la vista quedaba una enorme protuberancia, que a pesar de
estar bajo el calzoncillo, sobresalía grandiosamente. Ella le pasó la mano traviesa
por encima, frotando la zona, formando círculos. Él gemía, aspiraba y suspiraba
fuertemente. Instantes después consiguió deshacerse del slip, que cayó sobre la
mesa de centro. Él la miraba con ojos lujuriosos, ella lo contemplaba con su
mirada más viciosa. Carla se acuclilló sobre las piernas de Alex, tomó entre
las manos juguetonas el miembro ardiente, rígido, dilatado, y lo masajeó
insistentemente, excitándolo de una manera innegable. Los pechos de ella
estaban erectos, clamando ser lamidos, chupados, examinados con primor. Consiguió
sacarle una pequeña braguita de encaje roja, pudiendo llegar a la zona que
tanto pretendía. Cerró los ojos como si aquello fuera un auténtico sueño.
Sentir sus manos acariciándolo, sus labios recorriendo su piel, el calor de su
sexo tan cerca implorando por el suyo, el aroma de su piel sudada, era más que
lo que había soñado. Ella tomó entre sus manos su órgano viril totalmente
excitado y, con voracidad lo introdujo en su zona más erógena, húmeda e
hinchada. Ambos gimieron al compás, mirándose a los ojos seductoramente, una
vez que él estuvo totalmente enterrado en su más profunda intimidad. Carla
comenzó a contorsionarse aferrada a su cuello, disfrutando de cada movimiento, de
cada sutil fricción, y buscando un ritmo cada vez más intenso y satisfactorio. Su
cuerpo arqueado, parecía un cometa a la deriva, como un barco sin tripulación
en un mar embravecido. Él aprovechó que tenía pegados los pechos de ella para
saborearlos y succionarlos eróticamente, como un bebé con su chupete. Su mano
se introdujo entre ambos y colocó varios de sus dedos en su región clitoriana,
estimulándola eficazmente, con premura. Carla soltó un grito de placer, la
sangre le circulaba muy deprisa y su respiración era entrecortada. Llegaron juntos
al clímax, temblorosos, saciados, emitiendo gemidos entrecortados. Espasmos de
placer recorrían sus cuerpos desnudos. Ella se dejó caer sobre el pecho de
Alex, pudiendo sentir el rápido latir de su corazón. Él acarició su espalda con
las manos todavía ardientes y hambrientas por descubrir cada recoveco oculto a
su vista. Tenía la cabeza embutida en el hueco del cuello de Carla, pudiendo
aspirar su cautivante perfume.
Acarició su pelo rubio
y le susurró al oído.
– No sabes la de
veces que he soñado con estar así contigo – ella continuaba callada,
deleitándose con el masaje que estaba recibiendo y, qué tanta falta le hacía –.
Me gustaría saber por ti qué pasó en tu ciudad.
Carla se movió
incómodamente y se sentó a su lado, tapándose con el cubre sofás.
–
Confía en mí, no
te defraudaré – comentó él, pasándole la mano por las piernas.
–
La palabra
confianza me da miedo, me asusta – logró decir.
– Yo no soy como
los demás, y te lo demostraré, solamente dame la oportunidad de estar a tu
lado.
Pasaron más de dos minutos
hasta que Carla comenzó a hablar.
– Hace un año maté sin querer a un
compañero – lo dijo mirándole a los ojos. Necesitaba comprobar su reacción a
tal confesión –. Perseguíamos a un narco por las calles antiguas de la ciudad.
Decidimos separarnos y en un callejón, pasó. Yo creí que era el traficante, iba
armado y me había disparado anteriormente. No pude ver su cara porque era de
noche, las luces públicas no funcionaban a esas horas y llovía a cántaros. Así
fue como murió Sergio – respiró profundamente después de pronunciar su nombre –.
Era una buena persona, cordial, amable, respetuosa. Lo peor de todo es que
tenía familia – no pudo impedir que un séquito de lágrimas cayeran por sus
mejillas sonrosadas y casi no podía articular palabra – y eso no me lo
perdonaré jamás.
A él se le rompió el corazón viendo
como lloraba. Ella se tapó la cara con ambas manos. Se sentía avergonzada,
pensando que él también la repudiaría por cometer un acto de esa envergadura.
– No te sientas
culpable por ello. Tu misma has dicho que no lo habías visto o distinguido en
la noche. Le podría pasar a cualquiera, incluso, podrías haber sido tú la caída
y no él. Puedo entender que haya sido un momento difícil y espinoso, pero la
vida continúa y tú no te puedes estancar en ese instante – explicaba, mientras
la cogía de la barbilla y la coronaba de besos cariñosos.
– No hay excusa
que valga. Me adiestraron para matar, pero también para distinguir las
distintas situaciones, para saber cuándo, dónde, cómo y a quién disparar. Le he
jodido la vida a una buena persona, y de paso la mía. No te molestes en decirme
lo contrario porque no funcionará – hablaba muy rápido, como si se supiese el
diálogo de memoria –. No te puedes ni imaginar lo que ha significado para mí
este drama, no te puedes hacer a la idea de lo que he sufrido al ver una esposa
rota de dolor y a unos niños huérfanos, preguntando por su padre, y no te
puedes ni figurar, cómo me trataron los de la Comisaría desde entonces; incluso
me han llamado asesina de polis. Hasta su esposa me ha insultado y culpado por
teléfono – hablaba entre sollozos,
articulando de forma penosa cada palabra que pronunciaba.
– Ya pasó corazón, todo irá bien, te lo
prometo. Cómo te dije anteriormente, y no me retracto de mis palabras, quiero
que sepas que puedes contar conmigo incondicionalmente. Quizás éste no sea el
mejor momento para decírtelo, pero me siento bien contigo, muy a gusto. Desde
el primer día que te vi en el gimnasio, me sentí atraído por ti, y cuanto más
te conozco, más deseo besarte y acariciarte – palabras que salían del alma.
Él la acurrucó fuertemente entre sus
brazos, deseaba aportarle tranquilidad y comprensión, al tiempo que con la
manga del suéter que había cogido del suelo, secaba sus devastadas lágrimas. Carla
se preguntaba cómo aquel chico, en tan poco tiempo, había conseguido que
hablara del incidente y lo compartiera con él, algo inaudito en ella. Alex
continuó la conversación.
–
De ahí que estén esos guardias vigilando
tu casa.
– Sí. El muy desgraciado ha conseguido
escaparse, de camino a los juzgados, y ahora sospechan que vendrá a por mí,
aunque yo no le tengo miedo, es más, deseo tenerlo de frente y acabar con él –
entretanto hablaba, retorcía la manga de la camiseta de alex entre sus manos.
El sonido del
telefonillo los sobresaltó y les recordó que están desvestidos en el salón de
la casa. Carla se levantó con rapidez y volvió a vestirse con el pijama de
antes, se acercó hasta la cocina y contestó.
–
¿Quién es? –
vaciló con voz enérgica.
– Es simplemente
para saber si se encuentra bien, señorita Sánchez – contestó uno de los
vigilantes al otro lado.
–
Perfectamente
agente, es más, el señor Vázquez ya se iba ahora, gracias – la interrupción
sirvió para poner fin a aquel momento de turbadora intimidad que producía en
ella excesivo desasosiego. Colgó el teléfono, se apoyó en la puerta de entrada
y miró a Alex que se estaba poniendo el pantalón.
–
Debes irte – anunció
sin más.
– ¿Por qué? ¿ha
pasado algo? – preguntó extrañado, pensando que la llamada al telefonillo era
para avisarla de algo importante.
–
No ha pasado
nada pero debes irte ahora mismo – dijo de forma cortante y helada.
Él se acercó a Carla
con intención de abrazarla, pues continuaba excitado y con ganas de que la
noche pasara lenta y pudieran disfrutar y gozar del deseo embriagador que los
colmaba, ver las estrellas juntos y que un nuevo día amaneciera.
– Por favor, no lo
hagas más difícil – rogó, mientras se quitaba un tirabuzón que tenía delante de
la cara –. Esto no ha significado nada, simplemente nos deseábamos y surgió,
pero nada más. Yo estaba estresada, agobiada – hizo una pequeña pausa para
pensar qué más decirle para convencerlo de que no había continuación –. Ha
estado bien, echamos un polvo, sí, pero ahí se queda.
–
Para mí ha sido
algo más, y creo que para ti también.
–
Te equivocas,
Alex. Ahora recoge tu ropa y déjame sola. Tengo mucho trabajo – exigió con
autoridad y dándole la espalda.
– ¿Y si te digo
que no quiero, que no lo voy a hacer? – quería ponerla a prueba, además,
deseaba estar a su lado.
– No me obligues a
llamar a los de afuera, porque si esto es un reto, no tengo problema alguno en
pedirles que te inviten a abandonar mi casa – su rostro había cambiado
totalmente, pasando a estar pálido y desencajado. Aquella sonrisa tímida y
juguetona había desaparecido por completo. Ahora estaba seria, hermética e
insondable.
Se vistió, se calzó y
se dirigió hacia la puerta de entrada. Puso la mano en el pomo para abrirla,
pero se dio la vuelta para dejar claro su criterio.
–
Me voy porque me
lo pides. No me gusta estar donde no me quieren, y si para ti ha sido
simplemente una aventura, pues muy bien. Por lo menos lo he intentado – ella se
había sentado nuevamente en el sofá con los brazos cruzados y mirando hacia el
suelo. Abrió la puerta y antes de que la cerrara de todo ella musitó:
–
Estaré bien –
dijo con torpeza.
Alex salió de la casa cabizbajo.
Los dos policías vestidos de paisano habían sido sustituidos por otros algo mayores,
que lo miraron desafiantemente. Entró en su coche y se frotó fuertemente las
cuencas de los ojos. No podía entender el cambio de actitud de Carla, después
de los momentos placenteros que habían vivido. Creía que ella había sentido lo
mismo que él, que había disfrutado con sus caricias, besos. Tampoco entendía
por qué le había contado parte de la historia si al final lo había, como quien
dice, expulsado de su lado. Se sentía lastimado y ofendido. Arrancó el coche y
regresó a su apartamento ...
No hay comentarios:
Publicar un comentario