Capítulo 1
La mansión de los Smith
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í señora –contestó Graciela. Su tono de
voz mostraba respeto y sumisión.
– Perfecto,
me alegra que lo hayas entendido todo a la primera. No me gusta repetir las
cosas más de una vez. Ahora, la compañera te indicará cuál es tu habitación,
donde podrás dejar tus pertenencias. También te enseñará el resto de la
vivienda, y te pondrá al día de ciertas costumbres que tenemos en la familia
–dijo Ruperta, con autoridad y altanería. La miró de arriba abajo con su
particular superioridad. El brazo izquierdo lo tenía cruzado, el codo del otro
descansaba sobre el torso de la mano izquierda, y la otra estaba apoyada en el
pecho.
– Muchas
gracias por su gratitud –respondió la mujer. El desprecio que la propietaria de
la casa sentía por el personal de servicio, se palpaba a leguas. Su nueva jefa
iba ataviada con un mono negro de raso, zapatos y cinturón rojos, y una
chaqueta sin cuello blanca, de tres cuartos. En cambio, ella vestía unos
vaqueros negros y una camiseta estampada que realzaba las marcas que el
embarazo, y el fuerte tratamiento que tomaba, desde la muerte de su marido,
habían dejado en su cuerpo.
Ruperta salió del despacho con la
cabeza erguida, mirando al frente. El ruido de sus tacones de aguja resonaba en
toda la sala. Un minuto después, apareció María, para acompañar a Graciela
hasta el ala de la casa que era utilizada por el personal de servicio. Le ayudó
con el poco equipaje que traía, y le explicó cuáles serían sus tareas diarias.
Graciela estaba muy ilusionada con
ese trabajo, pues llevaba varios meses sin trabajar debido a la crisis. Nunca
había servido en una vivienda tan grande ni para una gente tan adinerada y
aristocrática.
La vivienda, de estilo contemporáneo
y minimalista, era impresionante, con ochocientos metros cuadrados de
superficie construida, suelo radiante, hilo musical en todas las dependencias y
siete dormitorios. En la primera planta se ubicaba la cocina, un salón
semicircular con enormes ventanales que alcanzaban toda la altura de la planta,
y que daban, unos, a la piscina exterior, y otros, al jardín. Las paredes
estaban pintadas de blanco, al igual que los sofás que descansaban sobre una
fascinante alfombra de color vino. En una de las paredes yacía una moderna
chimenea y, en el centro, y sobre otra carísima alfombra, resplandecía un
piano. También se ubicaba un amplio comedor con una impresionante mesa para
doce comensales, la sala de cine, sala de lectura, sala de juegos, un despacho
privado y la zona de gimnasio. Los suelos eran de pizarra y las escaleras
interiores de piedra natural. Al lado de la cocina estaba la zona de lavandería
y, justo en la zona contraria, te encontrabas con una inmensa piscina interior
totalmente climatizada, con diversos ventanales que daban al exterior. En la
primera planta se hallaban parte de los dormitorios y varios despachos, y en la
segunda el resto de las habitaciones. En las dos torres de la vivienda vivía el
personal que trababa en la casa. El exterior contaba con piscina de diseño con
cascada y diversas terrazas, pista de tenis, un delicado jardín y un
extraordinario garaje para cuatro vehículos.
La chica nueva se encargaría de las
plantas, segunda y tercera, en las cuales
estaban los dormitorios de la familia con los baños y vestidores integrados,
las salas privadas, y ayudaría también a servir la comida cuando fuera
necesario. Había sido elegida entre diez candidatas, para cubrir la baja de
otra chica que se había caído por las escaleras principales. Nunca le había
asustado el trabajo, no lo iba a hacer ahora. Necesitaba el dinero para sacar a
su hija adelante, tras la muerte accidental de su esposo.
El personal que trabajaba allí era
muy discreto, tal y como requerían en la oferta de trabajo. Se les exigía
uniforme y el pelo impolutamente peinado, preferiblemente atado y nada de
tacones ruidosos. A Graciela le costó una semana coger confianza con sus compañeras,
y no porque ella no quisiera o fuera introvertida, sino porque ellos se
mostraban reservados. En total eran siete personas al servicio de esa familia,
cada cual con sus tareas y responsabilidades. Pepa era la encargada de la
primera planta de la casa, Esperanza ayudaba a todos en general a limpiar y a
servir las comidas, Lucía era la cocinera, María era el ama de llaves, la única
persona en la que confiaba Ruperta, Luis era el chófer al servicio de la
familia y marido de María, y Suso el jardinero y estaba casado con la cocinera.
Ella se defendía sin problemas, e
incluso, en muchas ocasiones, ayudaba a los demás para adelantar trabajo y
ganarse su confianza. La vivienda estaba apartada de la ciudad, construida en
una zona privilegiada con impresionantes vistas y gran privacidad, por lo que
los empleados tenían que habitar en ella. Cada semana completa de trabajo,
libraban dos días, que aprovechaban para ir a visitar a sus familiares.
La acaudalada familia la formaban
las siguientes personas: Alfred, de nacionalidad inglesa, era el cabeza de ésta, y propietario de una multinacional dedicada a la fabricación
y comercialización de material eléctrico; Ruperta era su esposa, una mujer que
le gustaba vivir bien y aparentar normalidad y
codearse con gente de las altas esferas, pese a que provenía de una familia
normal. Alba era la hija, que apenas estaba en la mansión, debido a que
estudiaba en una universidad en el extranjero; Pedro era el vástago mayor,
separado, vividor, juerguista y derrochador; Jorge era el descendiente más
joven de la familia, que iba por el mismo camino de su hermano; y por último
estaba Ryan, sobrino y primo de los anteriores, llevaba toda su vida viviendo
con ellos, porque sus padres se habían fugado pocos meses después de haber
nacido él. Lo trataban como un hijo y hermano, y
era el que gestionaba los negocios de su tío en España, ante la pasividad del
heredero mayor de la familia. Alfred confiaba plenamente en él por su seriedad
y competitividad. Lo había educado de la misma manera que sus tres hijos, y
nunca le ocultó que su hermana y su marido, lo habían dejado a las puertas de
su vivienda con pocos meses, para, posteriormente, fugarse a algún remoto
lugar, evadiendo así la responsabilidad de ser padres. Ruperta había optado por
entregarlo en algún orfelinato pero su esposo se negó rotundamente.
Su dormitorio era pequeño pero
cómodo. Las paredes estaban pintadas de blanco y el suelo era de parqué
flotante de pino. Cama con canapé, donde guardaba la maleta y el calzado, un
pequeño armario y una silla antigua reciclada, que hacía de mesilla de noche. El
cabecero de la cama era un vinilo decorativo de un árbol gris cuyas ramas caían
y las hojas eran círculos que decoraban. La cubría una preciosa colcha rústica
lisa, en un tono blanco óptico y sobre ella tres cojines grises y esponjosos,
igual que las cortinas que encubrían una pequeña ventana. Contaba con un baño
integrado, televisor y una radio. Obviamente, cada uno de los trabajadores se
encargaba del mantenimiento de su propio cuarto. Cuando se retiraba, lo primero
que hacía era llamar por teléfono a la madre para preguntarle cómo estaba su
niña. La echaba muchísimo de menos y esperaba con ansiedad los días libres para
ir a visitarlas y disfrutar de su cariño. Las noches que no podía conciliar el
sueño, que eran prácticamente todas, pensaba que su niña la olvidaría, que no
reconocería su voz ni la forma de acariciarla, y eso la estaba torturando.
Deseaba estar a su lado y disfrutar de su niñez, pero la situación económica no
se lo permitía. Su madre cobraba una pequeña pensión y no llegaba para las
tres. Los pocos ahorros que tenían, los habían gastado en el funeral de su
esposo, y cubrieron los gastos básicos de la pequeña como vacunas, pañales y
leche. Los vecinos le habían regalado la ropa que ya no les servía y, así,
fueron aguantando hasta entonces.
Además de acordarse de su hija las
noches de insomnio, dormía envuelta en una camisa azul de Marcos y con la
fotografía de ambos entre sus brazos, el día de la boda, recordando los
magníficos momentos que habían vivido juntos, y también la noche que la
llamaron para comunicarle la trágica noticia. Tras ese hecho, se prometió que
nunca más volvería a ser feliz con otra persona, salvo con su hija. Su corazón
estaba cerrado al amor.
Habían pasado quince meses pero la
herida permanecía igual que si fuera ayer. Patricia apenas tenía nueve meses
cuando él las dejó para siempre, sin poder disfrutar de la hija que tanto
quería y con la que se había emocionado el día de su nacimiento.
Su
fallecimiento había sido inesperado para todos. Marcos trabajaba en una empresa
de reparación de electrodomésticos y, cuando se disponía a regresar a su casa,
otro vehículo lo embistió lateralmente, provocando que su coche saliera de la
pista y chocara contra un enorme y compacto muro de hormigón. El conductor se
dio a la fuga y, hasta la fecha, la Guardia Civil no había conseguido descubrir
al causante de ese terrible accidente, y así hacer que pagara por la muerte de
un hombre trabajador, honrado y que adoraba a su familia. La empresa en la que
trabajaba, tampoco se responsabilizó del fallecimiento porque habían pasado
varias horas desde que abandonara el puesto de trabajo, y el seguro de su coche
se lavó las manos, dejando totalmente abandonadas a Graciela y su pequeña. Los
investigadores le habían comentado que había sido un automóvil de alta cilindrada,
posiblemente un todoterreno, pero hasta ahí habían llegado las pesquisas.
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