Al entrar,
pidieron las llaves en recepción y tomaron el ascensor, marcando el séptimo
piso como destino. Ryan, la contempló
fijamente, percatándose de lo hermosa que era, a pesar de tener el pelo
totalmente desaliñado y empapado. Se acercó a ella y rozó sus labios con
sensualidad, pasando la lengua lentamente por la textura de esa piel carnosa.
Ella respondió al beso, aferrándose, por primera vez, a su fisonomía. El
deseo se fue adueñando de ambos cuerpos, incapaces de controlarlo. El ascensor
estaba a punto de llegar a la planta. Él se adelantó, y pulsó el botón de
parada, de modo que el pequeño habitáculo se detuvo en algún lugar del recorrido.
Graciela permitió que la acariciara, que la besara con deseo hasta que, por su
mente, se cruzó la imagen de Marcos, su difunto marido.
– ¡Lo
siento, no puedo hacerlo! –confesó, echándose hacia el lado contrario al que
estaban.
– ¡Pero
si estabas respondiendo al beso! –expresó con voz apenada–, ¡y a mis caricias!
– ¡Lo
sé, y por eso lo siento! –se tapó la cara con las manos y respiró profundamente–.
Es muy pronto para mí, Ryan. Al besarte, abrí los ojos y vi el rostro de mi
marido –se sinceró. Varias lágrimas resbalaron por sus mejillas.
– ¡Cariño,
ven aquí! –se acercó a ella para abrazarla–. No huyas de mí. Yo jamás te haré
daño y esperaré todo el tiempo que haga falta. No tengo prisa.
– ¡Era
mi marido y alguien me lo arrebató, y eso no se olvida tan fácilmente! −con el
puño dio varios golpes en una de las paredes del ascensor–. ¡No puedo
prometerte nada!
– Es
totalmente comprensible, cielo –sostuvo él, rodeándola con fuerza.
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