Capítulo 1
Tú
vivirás eternamente y perdurar en tu recuerdo es la única inmortalidad que
necesito. Seguir viviendo como parte de ti. Ésa es mi idea del cielo.
Libro Renacer−Claudia Gray
Íñigo había heredado el título de
Conde de Castro de su padre; linaje nobiliario creado por el Rey Carlos II. Él,
odiaba todo lo relacionado con la ostentosa vida que eso suponía, todo lo
contrario de sus progenitores. Con veintitrés años se casó con una joven
procedente de una familia acaudalada, aunque ninguno lo hizo por amor, como
venía siendo normal en aquellos tiempos. Ambas familias así lo habían acordado
desde el nacimiento de la mujer. Ésta, llegada la madurez, había sido
presentada en sociedad como debutante ante solteros elegibles y pertenecientes
a un selecto círculo social, aunque su destino ya estaba marcado. La finalidad
de dicha presentación era dar por sentado que la mujer, llegado ese momento,
estaba lista para contraer matrimonio. La moza era bajita, con una larga melena
pelirroja, extremadamente delgada, con la piel muy blanca y una dulce sonrisa.
Los presentaron en un baile al que acudieron con sus respectivas familias. Ella
llevaba un carísimo vestido de seda color pastel con un amplísimo escote
cuadrado, de manga corta y guantes de piel de cabritilla que le llegaban por
encima del codo. Las debutantes debían utilizar colores claros pues a la luz de
las velas, ir vestidas de oscuro significaba pasar totalmente desapercibidas
ante los ojos de los solteros. El día del enlace había lucido un estiloso y
romántico vestido de color blanco, color que significaba pureza, pulcritud y
refinamiento social, con corpiño cerrado, conocido como “montajes”. Como las
bodas se celebraban de día, no estaba bien visto que las novias llevasen
vestidos excesivamente escotados ni los brazos al descubierto. Para ello, usaban
los corpiños cerrados y el tul.
El banquete de boda lo celebraron en
la mansión de los padres del novio, por ser más grande y lujosa. Había acudido
gran cantidad de invitados con título y fortunas, aristócratas y burgueses. En
el gran salón habían instalado una mesa redonda de gran tamaño adornada con
guirnaldas de azahar y el mejor ajuar de la familia. En el almuerzo sirvieron
jamón, ensalada de salmón y langosta, frutas, dulces, emparedados y en el
centro se había colocado la tarta. El champagne, el té y el café, fueron
servidos en otro salón diferente. La novia estaba sentada entre su padre y el
suegro, e Íñigo entre su
madre y su suegra. El baile había sido abierto por
Isabel y su progenitor.
La joven pareja fue a vivir con los
padres de él a un pazo que poseían en la provincia de Pontevedra. Un elegante y
majestuoso edificio de aire romántico. Isabel, que así se llamaba la mujer,
deseaba darle un hijo para, de esa manera, asegurar su posición, pero la
descendencia no llegaba. En un principio pensaron que podría ser por las influencias
y la presión de los padres de Íñigo, siempre tocando el tema de los hijos e
insistiendo en lo importante que sería darle un nieto al conde anciano. La
joven llegó a obsesionarse tanto que únicamente pensaba en copular con el
marido para contentar a los suegros, pese a saber que dicha conducta era más
propia de las mujeres de vida libertina. Se había vuelto insaciable y un tanto
obsesiva, en todo momento pendiente de las fases lunares, tal y cómo le había
enseñado su madre, para poder concebir. Un año después del casamiento seguían
sin poder dar la gran noticia. Íñigo decidió que lo mejor era irse los dos a
vivir un tiempo a un pequeño castillo que tenían en una zona apartada y que
únicamente utilizaban como recreo en los meses estivales. Ese verano, sus
padres habían aceptado la invitación de una hermana de ella para viajar al
norte del país, por lo que también podían disponer del personal de servicio. La
zona era preciosa. A Íñigo siempre le había gustado pasar los meses de calor en
ese castillo. Ahí, podía ser él mismo y olvidarse de las obligaciones que sus
padres le imponían. Era feliz en medio de la naturaleza y los animales. A su
padre le encantaba la caza y organizaba todos los años grandes cacerías de conejo,
corzo y jabalí, a las que acudían personas con relevantes títulos nobiliarios.
Para moverse por los bosques utilizaban carruajes tipo Break, en los que además
transportaban los perros y unas cestas sujetas al costado de los asientos para
llevar los bastones, paraguas y las armas. Después organizaban grandes banquetes.
La función de las mujeres, entretanto ellos se divertían, era quedarse en casa
mientras hacían labores y educaban a los hijos.
Él repudiaba ese tipo de deporte.
Prefería jugar al críquet. Los terrenos de hierba que poseían eran
suficientemente grandes como para formar dos equipos de once jugadores. El
juego consistía en batear una pequeña pelota hasta derribar un armazón formado
por varios palos que defendía el equipo contrincante, y conseguir que ése no
abatiera el propio. A los combates acudía mucha gente de la alta sociedad.
El castillo no era muy grande. Contaba
con varias habitaciones, dos cuartos de baño, dos salas de estar, una
biblioteca, una amplia cocina, foso y las correspondientes almenas; pero lo que
más le gustaba a Íñigo era el exterior. Un tupido bosque lleno de vegetación
con frondosos robles, laureles, castaños, abedules, helechos, enredaderas y
alguna especie exótica. Con varios senderos para poder contemplar la belleza de
la naturaleza, bancos y mesas de piedra y algún que otro puente de madera. Por
la parte frontal del castillo pasaba un río sobre el que habían levantado un
puente levadizo y construido varios bancos de piedra colocados de forma
estratégica que desde ellos se podía contemplar, a la sombra, los partidos de
críquet. En los alrededores habían levantado un lavadero, escaleras de piedra
para salvar los desniveles, varios molinos y arcos de piedras irregulares,
conocidos como acueductos, de aproximadamente diez metros de altura. Por ellos
circulaba el agua que llegaba desde una mina hasta el castillo y que servía
también como sistema de regadío.
La actividad sexual de las mujeres, por
aquel entonces, quedaba encerrada en la intimidad del hogar y con el único
objetivo de la reproducción. Su papel era de sumisión total. En las relaciones
sexuales, jamás debían buscar y alentar su propio placer sino ser receptoras, y
no dar muestra de sus propios deseos. La madre de Isabel le había explicado, desde
pequeña, la importancia de llegar virgen al matrimonio y también le había
hablado de la “doble moral victoriana”. Mantener una conducta intachable y
conservadora delante de los amigos, que en la vida privada era vulnerada con
actos no tan tradicionalistas. Los conocimientos que las mujeres tenían del
sexo venían de la mano de la moral de la iglesia, la cual predicaba, incesante,
que era necesario ignorar los placeres y las tentaciones carnales.
El miedo de Isabel a no quedar
embarazada, y los celos que sentía de todas aquellas mujeres que visitan a su
marido en su consulta médica, la convirtieron en una persona amargada y
deprimida. Ella pensaba que Íñigo tenía relaciones con todas sus pacientes y,
eso, la carcomía por dentro.
Pasó un mes, dos meses, tres meses,
e Isabel seguía sin concebir. Al castillo acudían amigas con sus hijos en
brazos y otras en estado, provocándole muchísima ansiedad y envidia hacia
ellas. Vivir de aquella manera era insoportable. Su marido nunca le había
metido presión, más bien le decía que su angustia e impaciencia no estaban
contribuyendo a que su cuerpo se relajase y floreciese, aunque ella sospechaba
que poco le importaba. Sabía que no se había casado con ella por amor y lo
notaba cada noche, cuando hacían el amor. No la amaba y tenía la firme
convicción de que jamás lo haría si no le daba un hijo.
El mes de octubre estaba finalizando
y debían regresar a la residencia habitual. Íñigo debía seguir con su actividad
y atender a sus pacientes. Algunas de ellas se habían desplazado hasta el
castillo para que las reconociese. Su esposa había contactado con varias
mujeres ancianas de la zona que le facilitaron brebajes a base de hierbas,
plantas y raíces, que, decían, favorecían el quedar embarazada, pero de nada le
sirvió. Era como si su mente desease tener un hijo pero su cuerpo se negara
rotundamente. Dos días antes de regresar, tomó la decisión de quitarse la vida.
Si no podía procrear, ¿de qué le servía vivir? Nada la motivaba y temía la
reacción de sus suegros tras la vuelta. En la biblioteca, mientras su esposo
daba el paseo vespertino de todos los días, escribió, sobre un escritorio
Tambour de origen francés color caoba y cerezo, con dos cajones pequeños laterales
y un más grande en la parte superior, la carta que le dejaría como despedida. Entretanto
escribía, las lágrimas salían de sus ojos a chorreones, igual que el agua de un
manantial. ¡Se sentía tan desgraciada!
A la mañana siguiente, muy temprano,
se levantó y se puso un vestido amarillo con motivos florales, capa y pliegues
Watteau en la espalda, y corpiño con petillo. Después se dirigió al acueducto
que estaba a pocos metros del castillo. Se subió a lo más alto y ató una cuerda.
Íñigo se despertó con los gritos de los criados, avisándole del terrible
suceso. Varios hombres la bajaron para que él, con sus conocimientos médicos,
pudiese hacer algo por Isabel, pero todo esfuerzo fue en vano. Su rostro estaba
desencajado y pálido. La presión del lazo en el cuello había comprimido las
venas yugulares, la aorta, tráquea, esófago y médula espinal. La noticia se
propagó con rapidez entre toda la población. Íñigo escribió, tanto a sus padres
como a los de ella, para comunicarles la triste noticia. Estaba abatido ante la
decisión que había tomado su esposa. Sabía que estaba un tanto ofuscada con
quedarse embarazada pero jamás pensó que llegaría a tomar tan terrible
determinación. Las familias de ambos fueron llegando y decidieron darle sepultura
en el pueblo que la había visto nacer. Para ello, Íñigo contrató una carroza
Gran Dumond blanca –blanca para mujeres y niños y negra para los hombres− de la
casa Cellini de origen francés, con chasis de auténtica madera, ángel negro y
cariátides en el techado. Sobre la pareja de caballos que tiraban de la carroza
montaba un oficial con el correspondiente uniforme y, delante del cortejo, dos
palafreneros. A raíz de ese lamentable suceso, el acueducto pasó a ser conocido
como el “Arco de la Condesa”.
ya está????? quiero más!!!!!
ResponderEliminar¡Muy buena pinta!
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