CAPÍTULO
I
Era otoño y hacía frío. Había una
niebla densa y húmeda, capaz de calar en los huesos, a pesar de llevar una
cazadora acolchada por encima de la blusa azul pálido. Carla odiaba el turno de
noche. Su abuela siempre le había dicho que la noche era para dormir, y ella
precisamente, no estaba haciendo eso. Claro que, prefería el trabajo de calle a
estar sentada tras un ordenador, cumplimentando denuncias que iban entrando o
atendiendo el teléfono.
Esa noche recibieron un chivatazo
que parecía de fiar, pues la fuente era bastante segura. Un compañero estaba de
vacaciones, a otro lo habían trasladado de comisaría y un tercero tenía
permiso, dado que habían ingresado a su esposa en el hospital para una
operación. El Comisario Jefe les llamó a su despacho con cara de malas pulgas,
como cabía esperar. Sergio siguió los pasos de ella sin rechistar y en completo
silencio.
Era un habitáculo de apenas quince
metros cuadrados, con una pequeña ventana provista de barrotes por el lado
exterior y persiana eléctrica. Los cristales lucían las marcas que la lluvia
había dejado tras su paso. El suelo era de plaqueta, en un tono marrón, tirando
a café, sobre el que había restos del papel que había pasado por la
destructora. La iluminación estaba formada por cinco halógenos de color blanco
cálido. Un equipo de aire acondicionado pendía sobre el marco superior de la
puerta. Detrás del sillón de cuero azul marino había dos armarios, uno más alto
que el otro.
Tan pronto entraron, mandó cerrar la
puerta con su nombre estampado en el cristal opaco, y ordenó que se sentaran en
unas sillas raídas por el uso, mientras él buscaba en su mesa de madera con
evidentes ralladuras, la nota que le habían pasado minutos antes. Era una
persona malhumorada, tediosa, fatigante y muy desordenada, vista desde fuera.
Pese a ello, siempre encontraba lo que buscaba en tiempo record y sin ayuda de
nadie.
–
Nos han llamado hace poco más de diez
minutos, en relación al caso “Tuerto” –
expuso con voz de mando, al tiempo que se ponía las gafas y tomaba asiento en
su sillón abatible.
Ellos continuaron en silencio, pues
sabían que no le gustaba nada ser interrumpido
en plena exposición y haciendo uso del cargo que regía. Le gustaba guardar
distancias, no daba demasiada confianza a los compañeros y casi nunca sonreía,
por no decir nunca.
–
Todos sabemos de quién se trata, y de lo sigiloso y cauto que es – sacó un
dosier del armario archivador y lo abrió sobre la mesa. Diversas fotografías,
así como informes, notas y otra información relativa al delincuente se esparció
sobre el escritorio –. Trabaja casi siempre solo y utiliza diversas
identidades. También conocemos algunos de sus disfraces más usados y los
lugares que suele frecuentar – señaló,
convencido de lo que contaba –. Llevamos mucho tiempo queriendo arrestarlo, y
por diversas circunstancias, no hemos podido proceder a ello. Hoy se presentan
todas las papeletas para que sea vuestra noche y consigáis atrapar a ese
desgraciado ¿algún problema? – aquello sonaba a una orden en todo grado.
–
No señor, no tenemos ningún problema ¿Adónde
debemos ir? – preguntó Sergio en un tono serio y seguro.
–
El soplo dice que está en el Hostal
Lumbre. Lleva varios días alojado allí. Sale solamente por las noches, casi
siempre con sombrero o gorra.
–
Eso queda por el centro, en el casco
viejo – aseguró la chica.
–
Efectivamente – manifestó el Comisario
–. Tened mucho cuidado, pues es una zona poco segura, con calles estrechas y
callejones sin salida. No quiero sorpresas, quiero resultados y no admitiré
ningún fallo ¿Está claro? – concluyó con un tono de voz rotundo y autoritario,
al tiempo que los observaba desde el otro lado de la mesa.
–
¿Y cuántos iremos hasta el lugar? –
preguntó el compañero, pues sabía que la persona que perseguirían era peligrosa
y muy esquiva.
–
Los que estáis ahora mismo aquí,
reunidos conmigo. No cuento con más personal y no podemos dejar escapar la
oportunidad. Será un mérito más para nuestra comisaría, que falta nos hace –
concluyó esperanzando, guardando nuevamente toda la documentación en la carpeta
y mirándonos por la parte superior de las gafas.
Ambos se miraron de reojo y
asintieron con desgana. El Comisario concluyó la reunión, levantándose del
asiento y abriendo la puerta a los dos oficiales.
Cuando se dirigían a sus puestos
para coger la ropa de abrigo y los walkie-talkies, él volvió a hablar con la
puerta entreabierta, de forma fuerte y contundente.
–
Ese individuo es posible que vaya armado
hasta los dientes, aunque no lo parezca. Estad vigilantes – sentenció con
expresión avinagrada. Era una persona que siempre estaba dando órdenes a
diestro y siniestro y nadie se atrevía a desobedecerlo.
–
Sí señor – contestaron a la par.
Ya en el coche policial, charlaron
sobre lo bueno que sería para todos apresar a aquella alimaña, a la cual llevaban
tiempo siguiendo pero siempre había conseguido escapar.
–
Pocos minutos le quedan a esa sabandija
para perder la libertad – aseguró Sergio – de hoy no pasa.
–
Te noto muy seguro – dijo ella,
frunciendo el ceño en un gesto de preocupación.
–
Escuchaste al Comisario tan bien como
yo. Tenemos que hacer bien nuestro trabajo.
–
Claro que lo he escuchado, pero también
me preocupa que no tengamos refuerzos – echó un vistazo a su cara –. Imagínate
que se da cuenta de nuestra presencia y avisa a algún compinche, nos rodean y
caemos en una emboscada.
–
Tú siempre con tus malos augurios, ya te
pareces a mi madre – contestó el joven agente.
–
Tengo un mal presentimiento, Sergio –
dijo con evidente falta de entusiasmo.
–
Ya estamos – ponderó las palabras de la
compañera y continuó –. No va a pasar nada, ya lo verás. Dos contra uno, lo
tenemos en el bote – hablaba con un deje despreocupado –. ¡Te has vuelto una
fatalista!
Ella lo miró a los ojos marrones con
cara de asombro. Él conducía el coche, le devolvió la mirada, guiñó un ojo y
sonrió abiertamente.
Eran las dos y media de la madrugada
y las calles estaban desiertas, solamente se escuchaba el movimiento que las
hojas de los árboles hacían al resbalar sobre el suelo adoquinado. Debido a los
recortes presupuestarios, el Ayuntamiento había tomado la decisión anti popular
de apagar el alumbrado público a partir de las dos de la mañana, para así,
ahorrar en el consumo eléctrico.
Dejaron el vehículo aparcado en un
lugar alejado, para evitar que alguien le avisara de su presencia. El Hostal
quedaba en una zona que ella no conocía demasiado bien, y su compañero tampoco.
Calles oscuras y estrechas, casas viejas y abandonadas, muros sobre las aceras,
orines de los perros en las entradas de las viviendas. Se notaba que era una
faja de la ciudad dejada y olvidada por completo.
A medida que se iban acercando, el
silencio hacía que su sentido del oído se agudizara. No tanto el de la vista,
debido a la humedad de la niebla nocturna, que penetraba en los ojos,
empañándolos como si fueran cristales. También a través de la ropa, haciendo
que su cuerpo se estremeciera, obligándole a subir lo máximo posible el cuello
de la chaqueta. En ese momento Carla se acordó de lo mucho que adoraba el
verano.
Por el camino, habían trazado un
plan. Primero esperarían a que él saliera de su madriguera con confianza. Después
se separarían, cada uno por un callejón, hasta detenerlo in fraganti.
No tuvieron que esperar demasiado
tiempo para poder verlo. Iba ataviado con una gabardina de color verde oliva
que le llegaba a las rodillas, con el cuello tan alto que casi le tapaba el
rostro, unos vaqueros desgastados, el sombrero tipo Fedora del que les había
hablado el Comisario y unas botas con puntera. También llevaba barba larga y
las manos dentro de los bolsillos del gabán. La clásica apariencia de un
gánster.
Se dirigía hacia una zona donde
había bares que abrían hasta altas horas de la madrugada y varios clubs de
alterne. Debían actuar antes de que llegara allí. No querían tener problemas
con el jefe de la Comisaría. Decidieron separarse. Sergio le cortaría el paso
tres calles más al sur, y ella lo acorralaría por atrás.
Él caminaba tranquilo, con pasos
continuos y meditados. La cabeza la llevaba mirando al frente, como buscando
enemigos, peligros o amenazas que rompieran su sosegado paseo nocturno.
Ella lo tenía a pocos metros de
distancia. Sergio también debía estar cerca, pensó Carla. Era el momento ideal
de intervenir. Una imprevista ráfaga de viento atravesó el callejón, como
salida de la nada, sacudiendo su cola de caballo y su quietud.
No podía esperar más y gritó:
–
¡Policía, levanta las manos! – su
respiración era rápida y somera.
Él se detuvo, aunque no se giró en
ningún momento. Seguramente estaría pensando la forma de huir.
Con un tono de voz serio y seguro,
volvió a hablar:
–
¡Date la vuelta y pon las manos donde yo
pueda verlas!
Sergio no aparecía. Empezaba a
inquietarse por él, se suponía que debían actuar en pareja. Ya habían pasado
los minutos que habían calculado y se estaban acercando a la zona que ellos
llamaban caliente, que era dónde había más peligro de coincidir con algún
viandante o vecino. El Tuerto seguía sin hacer movimiento alguno, lo cual no
estaba segura si era una noticia buena o mala.
–
Voy a acercarme a ti, ¡saca las manos de
los bolsillos! – exigió sin más preámbulos y con el arma apuntado a su cuerpo.
A medida que se iba aproximando, una
sensación de que algo no marchaba bien la invadió. Normalmente trabajaban en
equipo y en ese momento se sentía sola, desprotegida y expectante ¿Dónde
narices se encontraba Sergio?
Él comenzó a caminar hacia delante,
ignorando las advertencias de la policía y su presencia.
–
¡Detente o disparo! – espetó ante su
incredulidad.
Quedaban aproximadamente diez metros
para girar a la siguiente calle. Estaba segura de que él aprovecharía esa
ocasión para correr y desaparecer en la noche.
<<¡¡¡Sergio, te necesito aquí,
ya!!!>>
El protocolo sobre cómo actuar ante
la huida de un delincuente era claro, y más, teniendo en cuenta que no debían
actuar por cuenta propia, sin contar con la opinión del compañero. Cuando se
daban casos así, lo recomendable era abandonar el lugar, antes que arriesgar la
vida propia y de terceros. Pero el Comisario Jefe había sido contundente.
Necesitaban hacer esa detención, por el bien de la sociedad en general y de la
Comisaría en particular.
Consiguió girar la calle. Sólo
quedaban tres opciones. Que continuara de frente, que tomara la primera calle a
la izquierda o que se decantara por adentrarse en el callejón sin salida que
había inmediatamente a la derecha.
Se arrimó cuanto pudo al edificio
que tenía a su derecha, cayéndole gotas de agua de la gárgola que había sobre ella.
Cuando se disponía a torcer la esquina, recibió un disparo, con tan buena suerte
que ni siquiera le rozó. Entre la oscuridad del lugar y la compacta niebla, no
conseguía ver con claridad, y eso la estaba encolerizando. Esperaba que al
menos el disparo hubiera alertado a su compañero de la situación.
Sacó la cabeza unos segundos para
mirar si seguía en el mismo lugar y no estaba. Tomó la calle y con las dos
manos levantadas, a la altura del pecho, sujetaba el arma. Fue dando pasos secretos,
pero la mala suerte la acompañaba. Tropezó con unas latas de refrescos tiradas
en el suelo, haciendo un ruido considerable y delatando así, su posición. Para su
sorpresa, salió del callejón que tenía justo a su derecha y volvió a disparar.
El disparo iba dirigido a su cabeza, pero gracias a los entrenamientos y sus
buenos reflejos, una vez más consiguió esquivarlo, agachándose hábilmente. Tuvo
que retroceder para volver a ocultarse en la calle anterior. Los nervios se
apoderaban de su estado, no pudiendo actuar con claridad. Había perdido la
gorra policial cuando se había agachado para sortear el segundo tiro. Estaba
fuera de sí, no le cabía la menor duda de que quería acabar con su persona, y
ella más sola que la una.
Además de ser un ladrón de guante
blanco, no le importaba mancharse las manos de sangre. A esa gente le da igual
asesinar o herir cruelmente a sus víctimas, con tal de conseguir su botín y no
ser alcanzados ni reconocidos. Su expediente delictivo era atroz, con hurtos,
robos, atracos a entidades bancarias, asesinatos, estafas, dos violaciones,
tráfico de armas, prostitución y contrabando de sustancias estupefacientes; y
raro vez cambiaba su modus operandi.
En pocos minutos se había formado
una tormenta, que amenazaba lluvias intensas. Los relámpagos iluminan las
oscuras calles, ofreciendo una imagen apabullante. El ruido de los estruendos
la desconcentraba. Desde pequeña le tenía pavor a las tormentas, más si había
aparato eléctrico cerca.
Volvió a salir, decidida a
alcanzarlo. Caminó unos metros y no se escuchaba nada, sólo los truenos y la
lluvia que caía sobre los adoquines y sobre su uniforme. Creyó que posiblemente
se hubiera escapado, pensando que habría un batallón de policías en su caza.
Tenía el cabello, la cara y toda la ropa empapada, pero aun así, seguiría en su
empeño de reducirlo.
En el callejón no había nadie, ni tampoco
por la calle de la izquierda. La única opción era seguir de frente. Un ruido
inesperado tras de ella, hizo que se diera la vuelta con nerviosismo, apuntando
con la pistola hacia el causante. Un perro callejero con signos de tener
hambre, había tirado una pequeña papelera, esparciendo por la acera los restos
que contenía en su interior. Su humor no estaba para bromas en ese momento
¿dónde estaría Sergio? Eso no había sido lo que planearan en el coche oficial
minutos antes de llegar allí. Él era todo un profesional, con varios años de
experiencia, amaba su trabajo y sabía cómo proceder en casos como ese.
Después de
esos segundos de distracción, volvió a concentrarse en el objetivo qué los
había llevado hasta allí. El trabajo sería mucho más fácil si el compañero
estuviera a su lado, o siguiendo el plan que habían esbozado entre los dos. En
cuanto acabara todo, tenía pensado agarrarlo por el cuello y darle su merecido.
No se lo perdonaría tan fácilmente, es más, pagarías cafés el resto de su vida
y tendría que pedirle perdón de rodillas si quería que volviera a confiar en él
y en su palabra.
Mirando hacia un lado y hacia el
otro, siguió el curso de la calle con el arma bien empuñada. De vez en cuando,
tenía que pasarse el torso de la mano izquierda por la cara, para secarme el
agua que le resbalaba.
De repente, sintió a poca distancia,
otro zumbido, éste provenía de la siguiente callejuela. Cuánto más se
adentraba, más oscuridad prevalecía. Sin pensarlo dos veces, corrió lo más
rápido que pudo hasta llegar a la esquina. Agarró el arma con decisión y se
colocó en el centro, con las piernas ampliamente abiertas para asegurarse, en
caso de tener que efectuar un disparo.
Tras ella, otro ruido ¿qué demonios
estaba pasando allí?, pensó, con cierto grado de alarma.
El fugitivo había huido. Maldijo su
mala suerte y bajó las manos, considerando que todo había terminado. Volvía
sobre sus pasos, pensando en la cara que iba a poner el Comisario al enterarse
de que se les había escapado, cuando percibió nuevamente la presencia de
alguien. Sabía que en ese momento era totalmente vulnerable. Estaba de
espaldas, con el arma guardada en la funda y el ánimo a ras del suelo. Sin
embargo, se giré lo más dinámica que pudo, desenfundó la pistola y buscó el
objetivo, que estaba a más de veinte metros de ella. Era imposible
identificarlo, entre la oscuridad y la incesante cantidad de agua que caía
sobre su cara. En cuestión de segundos, le disparó sin pensarlo, dos tiros
certeros, en vista de sus anteriores actuaciones. O él, o ella. El cuerpo cayó
al suelo, rotundo, exánime. Tomó aire con una inspiración y se fue acercando,
despacio, con cautela. Cogió el walkie-talkie para llamar a Sergio. Hasta ese
instante, hacerlo era arriesgar la vida de ambos. No contestaba. Al volver la vista
atrás, consiguió escudriñar la imagen de El Tuerto, vivito y coleando,
mirándola con ojos sardónicos, con resquemor. Se le hizo un nudo en el estómago
¿A quién acababa de disparar?
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