Capítulo XIII
El centro comercial estaba atiborrado
de gente, a pesar de que en una hora cerrarían las tiendas y los comercios.
Subió a la planta donde estaban ubicados los cines y le envió el mensaje a
Jesús, que no tardó en llegar con una sonrisa complacida.
Él compró las dos entradas y como faltaban
todavía veinticinco minutos para comenzar la película, la invitó a tomar un
refresco en una de las cafeterías que había al lado. En la zona interior ya no
había sitio, por lo tanto se acomodaron en las sillas que había en el exterior.
Marta se sentía incómoda en aquel lugar. Tenía la sensación de que todo el
mundo la miraba, acusaba y señalaba. Además, iba vestida de forma informal, con
un chándal negro, unas zapatillas del mismo color y el pelo recogido en una
coleta.
–
No
debería estar aquí – confesó algo desorientada y fuera de sitio.
–
No
entiendo por qué lo dices. Esto es muy fácil. Yo te he llamado por teléfono y
te invité a ver una película. Hemos llegado temprano y vinimos a esta cafetería
a tomarnos algo y ahora charlamos como dos personas adultas que somos – hablaba
con aquella voz melodiosa y tan tranquilizadora que consiguió arrancar una
sonrisa en la desvaída cara de Marta.
–
¿Cómo
lo consigues? – interpeló, después de una profunda inspiración.
–
¿Cómo
consigo qué? – preguntó, sin dejar de mirarla a los ojos.
–
Hacer
sonreír a los demás.
–
No
se trata de mí, sino de ti. Yo solamente te he dicho la verdad.
–
Las
verdades muchas veces duelen. Tú consigues que lo que es negro como la ceniza,
adquiera un tono gris, menos triste y con más luz, más vida.
–
Es
cierto lo que dices. Fíjate. Hace casi tres años te fuiste sin decir adiós.
Creí que era un ser despreciable para ti. No te imaginas las cosas que me
imaginé, y sin embargo, aquí estamos, tomándonos algo.
–
Ya
te lo expliqué la semana pasada. Además, ahora ya no importa. Me he disculpado
y punto – parecía molesta.
–
¡Pero
si estaba bromeando mujer!, no te lo tomes así.
–
Perdona,
últimamente estoy muy sensible, lo siento – se sentía acorralada, entre las
preguntas de él y el alboroto de la muchedumbre que aprovechaba para cenar algo
rápido antes de entrar en la sala.
–
Mejor
nos vamos de aquí – se había dado cuenta de su incomodidad.
–
¡Y
el cine!, ¿te has gastado el dinero y no vas a entrar? – preguntó, sintiéndose
algo culpable.
–
Qué
más da. Ya habrá otras ocasiones para venir.
–
¿No
lo estarás haciendo por mí? – quiso saber, un tanto recelosa, aunque sospechaba
que él había detectado su engorro.
–
No,
lo hago por mí – estampó Jesús.
Pidió
la cuenta y salieron del centro comercial hacia el aparcamiento situado en el
sótano del edificio en un reservado silencio.
–
¿Adónde
vamos? – cuestionó, mientras cruzaban las puertas automáticas de salida.
–
Espera
y ya lo verás.
–
¿Y
mi coche? – interrogó abstraída.
–
Ya
nos encargaremos a la vuelta de él, no te preocupes, esto no cierra.
Entraron en el coche que estaba
aparcado cerca de la salida. Era un vehículo de color negro noche, muy bien
equipado interiormente, con asientos de piel, control de velocidad, ordenador a
bordo, volante en cuero, cristales tintados y techo panorámico entre otros. Fuera
hacía un calor atroz, a pesar de que el sol ya se había metido.
Jesús se veía muy tranquilo al
volante, pese a la congestión del tráfico. Era hora punta, y coincidía con la
entrada del fin de semana. Veinte minutos más tarde, aparcó el coche en un
aparcamiento, frente a una pequeña cala.
–
Cuando
estoy nostálgico vengo aquí, y me paso horas y horas observando el vaivén de
las olas.
–
Es
una panorámica increíble, diría que espectacular.
–
Efectivamente.
Imagínate un día de tormenta, con olas que superan los tres metros, rompiendo
sobre aquel acantilado de la derecha, o cuando hay mar de fondo. Hoy está en
calma, casi no hay viento y el oleaje es ínfimo, aunque igualmente bello –
hablaba sin dejar de contemplar las maravillosas vistas que tenían ante sus
ojos – mejor esto que la película.
–
En
este sitio nunca había estado. Conozco casi todas las calas, excepto ésta. De
pequeña, mis padres nos traían a la playa todos los fines de semana y era muy
divertido.
–
Siempre
hay una primera vez, ¿no te parece?
–
Sí,
así es – vaciló. Su mirada se tornó triste, casi desesperada.
–
¿Qué
te ocurre? – Jesús tenía la necesidad imperiosa de saber qué le sucedía a
Marta. Con el torso de su mano derecha, hizo amago de acariciar la mejilla de
ella. Marta reaccionó con miedo y recelo, muy asustada. Los recuerdos de
aquella noche le pisotearon la conciencia.
–
¿Por
qué es todo tan difícil, tan complicado? – su voz resonaba irritada.
–
La
vida está para vivirla, nadie dijo que fuera fácil. Depende de cómo lo
enfoquemos – hablaba filosóficamente.
–
Me
da la risa. Para vosotros es sencillo dar consejos. Otra cosa en afrontar la
realidad. Eres igual que mi madre.
–
Yo
no soy quien para dar consejos, porque soy el primero en cometer errores.
Cuando creo que puedo ayudar a alguien, le ofrezco mi apoyo, y eso es lo que
estoy haciendo contigo en este momento. La gente que me conoce bien, sabe que
soy así por naturaleza. No sé si es bueno o malo, simplemente soy así, hasta
ahora me ha ido bien – Jesús intentaba justificar su preocupación.
–
Lo
sé. Creo que no podré seguir con esto mucho tiempo más. Me supera, me está
matando por dentro. Es una carga que no quería llevar. No duermo por las
noches, no como, no me relaciono con nadie. Todo por culpa de ese canalla
desgraciado – se le hizo un nudo de aprensión en el estómago.
–
Por
tus palabras intuyo que se trata de un hombre.
Marta apoyó la cabeza en el respaldo
y cerró los ojos. Ya no le quedaban fuerzas para hablar. Después de unos
minutos en silencio, ella continuó la conversación.
–
Estoy
embarazada – habló con un tono de voz apenas lo bastante alto para que se
entendiera.
Jesús sintió como si le apuñalaran el
corazón, despierto. Esperaba cualquier cosa menos eso. Nuevamente se produjo un
silencio inmortal. El sol ya se había metido, y daba paso a una sábana negra
adornada con cristales brillantes.
–
Es
una fase normal y muy tierna en la vida de las mujeres. Algo que los hombres no
tenemos el mérito. No es tan malo – justificó lo anteriormente dicho por Marta.
–
No
sería malo si lo hubiera buscado – sus miradas se cruzaron y quedaron
suspendidas la una en la otra.
–
Entiendo
– su cerebro no paraba de dar vueltas e inventándose posibles conjeturas.
–
¿Te
he asustado? – preguntó inquisitivamente.
–
No,
para nada. Simplemente quiero que te tomes tu tiempo. No quiero forzarte a
hablar, ni que digas algo que no querías contarme.
–
Estoy
pensando en abortar – hizo una pausa para que calaran sus palabras –. No estoy
preparada para ser madre. Fíjate en mí, no tengo la carrera acabada, no tengo
trabajo, no tengo ahorros, no tengo un hogar que ofrecerle, no tengo nada. Por
tener, no tengo ni sentimientos. Estoy muerta, acabada.
–
Eres
libre para hacer lo que creas oportuno. Yo siempre digo que lo primero es uno
mismo. Para afrontar la maternidad, debes ser consciente de ella, sentirla,
vivirla y desearla. En cuanto a lo otro…, estoy seguro de que tu familia te
está apoyando. Con el tiempo, podrías rematar la carrera o buscarte algún
trabajo para ayudar con los gastos. Hay miles de salidas posibles. La cuestión
es verlas – vaciló y luego dijo –. ¿Puedo hacerte una pregunta?
–
Dime
qué quieres saber – susurró con voz marchita.
–
Me
contestas si quieres ¿qué opina tu pareja?
–
¡Mi
pareja! – Marta lanzó un bufido sardónico –. No existe tal pareja, se esfumó –
mintió como una bellaca.
–
Si
te soy sincero, me parece una acción repudiable por su parte, signo de que no
te ama. Yo nunca dejaría un futuro hijo tirado, solo y sin el cariño de su
padre, no se me pasaría por la cabeza, y menos a la mujer que lo lleva en sus
entrañas. Se supone que un hijo es fruto del amor entre dos personas que se
quieren.
–
Eso
mismo creía yo. Ahora ya no sé qué pensar – se lamentaba.
–
Es
sólo una sugerencia pero, ¿no podrías llegar a un acuerdo con él, en caso de
continuar con el embarazo?
–
Ni
en sueños. No quiero volver a verlo – dijo rotunda.
–
Es
comprensible. Lo único que puedo decirte, es que puedes contar conmigo para lo
que necesites.
Era más de media noche y continuaban
hablando en el interior del coche. Jesús, después de ver su reloj, le dijo que
la invitaba a unos pinchos en una tapería que conocía. Lo cierto era que a
Marta se le había abierto el apetito, después de meses sin apetencia.
Esa noche pudo dormir mejor. Hablar
con Jesús le había sentado bien. Siempre tenía la respuesta oportuna y
conseguía sacarle alguna que otra sonrisa.
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