Mañana tengo cita con el sicólogo, y
pasado mañana, con el psiquiatra.
Estoy hasta los mismísimos …, de tanta consulta. La médica de familia me ha
recomendado ese doctor de locos, como lo llaman algunos. De ella no tengo
queja, pues se porta de maravilla conmigo. Es atenta, comprensiva, y procura
transmitirme serenidad y calma, algo tan escaso en mi vida actual. Tanto es
así, que incluso me habló de una experiencia suya muy parecida a la mía,
comentándome cómo lo arregló.
Llevo mucho tiempo durmiendo bastante mal, a fracciones de
tiempo. Al principio me cuesta conciliar el sueño, pues mi mente es bombardeada
con imágenes y recuerdos que preferiría olvidar o borrar para siempre. ¿Por qué
será que todo eso que tanto daño te ha hecho, eso que deseas que desaparezca de
una vez por todas de tu vida, es lo que más se repite, una y otra vez, hasta el
punto de levantarte dolor de cabeza? El psicólogo dice que soy yo mismo quien
lo evoca, pues mi cuerpo desea acabar con ello, pero mi mente no, algo así me
argumentó en una de las últimas sesiones. Es posible que tenga razón, aunque no
le veo la lógica. Si es algo que me disgusta, que me hace sentir fatal, sin
motivaciones, sin ganas de continuar con la lucha diaria, ¿por qué mi yo
interno va a querer machacarme continuamente con la misma historia, hasta
lograr enfermarme? Serán cosas del subconsciente.
Al principio de mi enfermedad (todavía me cuesta asumirlo), la
doctora me recetó unas pastillas para poder conciliar el sueño, y no pasar toda
la noche en vela. Posteriormente el psiquiatra me las cambió por otras mucho
más fuertes, que consiguen tenerme dormido toda la noche, ni un terremoto me
despertaría. He leído el prospecto y lo cierto es que tienen muchos efectos
secundarios y, sobre todo, son bastante adictivas, algo me que preocupa sobremanera.
Ayer noche, por ejemplo, la tomé antes de acostarme, cuando todavía estaba en
la cocina, arreglando unas cosas. En el momento en que quise irme para la cama,
noté como si estuviera en una nube, flotando, fue una sensación muy rara, algo
que nunca antes había experimentado. Estoy seguro de que fueron esas malditas
pastillas (malditas por ese efecto, pues realmente me hacen bien a la hora de
dormir y las necesito).
El psicólogo es un hombre joven, quizá unos años mayor que
yo. Acostumbra sentarse a mi lado cuando charlamos sobre mis problemas. Primero
escucha todos mis argumentos, en alguna ocasión he tenido que llevar dibujos, mis
pensamientos por escrito… luego comenta y expone su punto de vista y sacamos
una conclusión, bueno, más bien él. La verdad es que cuando salgo de su
consulta, mi cabeza parece que va a explotar, debido a que él ahonda en los
recuerdos que creía ya enterrados. Pasadas unas horas, ya me encuentro bastante
mejor, como si me hubiese quitado un gran peso de encima, aunque
lamentablemente es temporal.
La familia empieza a cansarse de mis lamentaciones, de los
cambios de humor. Pocas veces tengo ganas de salir de casa, sobre todo por no
enfrentarme a esas personas que tanto me asustan e intimidan. Creo que todos
confabulan en mi contra, sobre todo mis compañeros de trabajo, de los cuales
esperaba una llamada, una visita, algo; y lo que obtuve fue silencio,
separación, pasividad y pasotismo. Yo jamás les haría lo que me están haciendo
a mí, pero cada persona es un mundo.
No me gusta ver sufrir a mis parientes, sé que no se lo
merecen, pero no puedo evitar sentir miedo y ganas de esconderme cuando siento
al enemigo cerca. ¿Será que estoy loqueando de verdad? A pesar de mi actitud
testaruda, ellos continúan a mi lado, apoyándome y animándome, de forma
incondicional, aunque a veces me doy cuenta de que el cansancio hace mella
también en ellos, entonces es cuando me siento más culpable que nunca, por
hacerles daño, por no ser capaz de radiar felicidad en mi familia, lo más
preciado en la vida de una persona. El psicólogo dice que todas estas emociones
son temporales, y que si me lo propongo, en un tiempo,
tenderán a desaparecer.
Hasta hace poco, no confiaba en nadie, a excepción de mi
familia más allegada. Pensaba que todos conspiraban contra mí, que
nunca me darían la razón, ni me entenderían. Hoy día, algunas
cosas han cambiado, aunque no todo. En muchas ocasiones evito hablar de mi
problema, porque sé que me mirarán como a un bicho raro. No te lo dicen a la
cara, pero en su rostro se adivina lo que realmente piensan, y los papeles
cambian, de modo que al final, la víctima pasa a ser el hostigador, y éste se
convierte en el damnificado, con lo cual, la
impotencia que sientes se multiplica inmensamente.
Muchos creerán que estoy chiflado, pero me gusta ir al
psicólogo. Él me comprende y no se asusta cuando le hablo de mis miedos. Me
ayuda a canalizarlos y a sacar el lado positivo de ellos.
Ahora mismo, los sentimientos
que habitan en mí son los de miedo, pavor, soledad, angustia, desmotivación,
pérdida, frustración. Si tengo que decir de qué color veo la vida, diría que
sería en un tono grisáceo, totalmente insípido.
Otra cosa bien distinta es el
psiquiatra. El que me tocó era bastante mayor, aunque ganó mi confianza a los pocos minutos de entrar en su consulta. Lo primero
que hizo fue preguntarme cuál era la razón por la que estaba allí. Lo puse al
día, un poco por encima, para no enrollarme demasiado, pues sabía que esa gente
siempre estaba muy ocupada, además de que me encontraba justo en esa etapa en
la cual todo el mundo era mi enemigo, y él, tan conocedor de la mente humana,
me soltó que quién debería estar allí, en su consulta, delante de él, tendría
que ser esa persona que tanto daño me estaba haciendo de forma voluntaria. La
verdad fue que me quedé muy sorprendido con su reacción, lo cual me agradó
mucho, teniendo en cuenta lo degradada que estaba mi estima personal. Argumentos
como ese, tan positivos y motivadores, le levantan la moral a cualquiera, ¿o
no?
Mi deseo es recuperar la salud mental
lo antes posible, para así continuar con mi vida, disfrutar de los míos, salir
a dar un paseo a la calle o a un parque, ir al cine, o de compras, sin tener
que mirar hacia los lados o hacia atrás, para comprobar que no hay nadie
conocido que me pueda recriminar algo. Esta vivencia no se la deseo a nadie,
pues vives sin vivir, encerrado en tus propias pajas mentales.
Muchas veces me pregunto qué he hecho
yo para merecer este castigo, porque realmente es una penitencia vivir así. Lo
peor de esta mala experiencia, es cuando tocas fondo. Ahí sí que lo ves todo de
color negro. No encuentras salida, como si estuvieras en el interior de un
pozo, sin luz, sin forma de poder escalar para alcanzar la vida, la esperanza. El
reloj se para en ese momento, todo se ve sin sentido, sin gracia. Y llega la
pregunta del millón: ¿para qué seguir así,
sufriendo de esa manera y lo peor, haciendo sufrir a los que nos rodean?
Reconozco que hubo momentos en los que pensé en ponerle fin a mi desgraciada
vida, en desaparecer. Creía que era la única manera de aliviar el dolor que
sentía en mi alma, pero la visita a un cementerio, después de haber fallecido
un chico joven del pueblo, precisamente que se había suicidado, después de enterarse
de que su mujer le ponía los cuernos, me hizo recapacitar. No arreglaría nada
con esa solución tan drástica, lo único, no seguir en este mundo tan injusto,
pero los problemas se los traspasaría a mi familia. Ese día decidí que no le
daría el gusto de perderme de vista a la persona que me estaba haciendo la vida
imposible. Lucharía hasta el final, por mí, y por los míos. Sabía que iba a ser
un trecho difícil de transitar, pero no iba a consentir que aquel desgraciado
disfrutara viéndome hundido, por nada del mundo.
Yo no he hecho nada malo, todo lo
contrario, siempre he dado lo mejor de mí en el trabajo, con los compañeros. No
soy el malo, soy una víctima más.
SANDRA EC
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