Félix invitó a su mujer a almorzar. La semana anterior
había sido su aniversario de boda, y no lo habían celebrado porque a él se le
había pasado por alto la fecha, algo que a ella le había parecido muy mal.
Tampoco pedía tanto, simplemente que lo recordara.
Para calmar las bravas aguas sobre las que navegaba su
matrimonio, eligió un restaurante muy cerca de la playa, con unas vistas
impresionantes hacia el mar. Llevaban veintidós años casados, los últimos seis
meses con muchos altibajos.
Ella era la encargada en una tienda de ropa de gran
prestigio, trabajando incluso los fines de semana, lo que significaba pasar
poco tiempo con la familia. En verano libraba dos fines de semana al mes.
Tenían un hijo que acababa de cumplir la mayoría de edad. Estudiaba ciencias
políticas, y por las tardes, una chica que conocía su padre, iba a su casa a
darle clases de alemán.
Durante el almuerzo, Félix intentó hacer las paces con su
esposa. La amaba con toda su alma. Había sido la primera mujer que había
besado, y con ella, había hecho el amor por primera vez.
Alicia estaba cansada de
sus excusas tontas e injustificadas, carentes de crédito alguno. No era la
primera vez que le mentía, que se olvidaba de alguna cita o acontecimiento
importante. Por las noches, ella llegaba con los pies molidos de estar tantas
horas trabajando, y todavía tenía que preparar la cena y hacer los quehaceres
de la casa. Él, a pesar de ser un alto cargo, y de que la hora de salida de la
oficina era las seis de la tarde, nunca llegaba antes de la nueve de la noche,
y siempre con pocas ganas de hablar ni contestar a las preguntas de su mujer.
Adrián, aprovechando que sus padres saldrían a comer para
celebrar el aniversario, había quedado con unos amigos para ir a la playa. Su
madre le había preparado unos bocadillos de jamón y queso antes de irse.
En la hora del postre, Félix sacó del bolsillo de sus
vaqueros, una pequeña cajita cuadrada y se la entregó a Alicia. En el interior
había unos pendientes de oro blanco, un gesto que ella agradeció con un beso en
su mejilla. No era la primera ocasión que actuaba de esa forma, pues cada vez
que estaban enfadados y llevaban una temporada sin hablarse, él lo arreglaba
regalándole algo de valor.
–
¿Te gustan?
–
Son preciosos – contestó ella.
–
Si quieres los puedes cambiar en la
joyería de Pepi, si ves que no son de tu estilo.
–
Te han gustado a ti, con eso es
suficiente – todos los regalos que le había hecho su marido, los guardaba con
mucho cariño. Nunca los había cambiado, pues para ella significaban demasiado.
–
Te quedarán perfectos – la miró a los
ojos y puso su mano sobre la de ella – me gustaría arreglar lo nuestro, me
siento mal estando así.
–
¿Así?
–
Me refiero a enfadados, sin dirigirnos
la palabra.
–
Siempre es igual, Félix, lo sabes, y lo
solucionas con un regalo sorpresa – en su voz se notaba que estaba cansada de
la misma historia.
–
Lo que cuenta es la intención, ¿no?
–
Sí claro, eso es lo que cuenta – dijo
resignada.
Acabaron el almuerzo y decidieron salir a dar un paseo
por la playa, cogidos de la mano. ¡Cuánto echaba de menos esa sensación de
cercanía, de compartir algo de tiempo con su marido! Últimamente su vida se
basaba en trabajar fuera, llegar a casa y continuar trabajando, y así, día tras
día.
Prometía ser una tarde de playa estupenda. El mar había
tragado parte de la arena con los temporales de invierno, dejando poco espacio
para que los bañistas pudieran disfrutar de una jornada veraniega en toda
regla. Entre los muchos turistas, tumbados sobre la clara arena o sentados en
sus sillas plegables, divagaban varios jóvenes de color, ataviados con vistosas
ropas, intentando vender pulseras, gafas de sol, sombreros e incluso algunos se
atrevían con prendas de baño. Los niños hacían castillos de arena con sus
palas, rastrillos, cubos; otros, uno poco más mayorcitos, jugaban en la orilla
al fútbol, voleibol o con las palas. Los gritos de estos superaban el grato
sonido que emitían las olas en su vaivén constante.
El sol dejaba sus destellos sobre el agua cristalina. Una
agradable brisa marina calmaba las altas temperaturas de ese fin de semana. Las
olas bailaban caprichosas con los más atrevidos. Cientos de sombrillas de todos
los colores y formas, protegían del calor las neveras repletas de bocadillos y
refrescos. El olor a protector solar, mezclado con el aroma a mar, recordaba a
todos los asistentes que era verano.
Por la mañana, decidieron
hacer un poco de deporte acuático. Alquilaron motos de agua y disfrutaron de la
velocidad en el mar. Eran cuatro parejas, amantes del riesgo, con lo cual,
alquilaron cuatro motos. Después de una hora de descarga total de adrenalina,
tomaron un poco el sol. Antes de almorzar, fueron a un chiringuito a comprar la
bebida bien fría.
Adrián había ido acompañado de su profesora de alemán,
con la cual tenía una relación desde hacía un tiempo, a raíz de las clases que
ella le daba en su casa. Su padre había sido quien la contrató, pues habían
trabajado juntos durante un tiempo. La chica tenía treinta y dos años, catorce
más que él. Con ella había descubierto el verdadero placer, ya que además de
enseñarle un idioma desconocido, también lo había iniciado en la fascinante
andadura del sexo. Hasta ese momento, sus experiencias en dicha materia habían
sido contadas, y ninguna para recordar. Sus
padres no estaban al tanto de dicha relación. Él sabía que no lo iban a
aceptar, primero por la diferencia de edad, y segundo, porque era su profesora.
Sin embargo, nada impidió que un vínculo especial creciera entre ellos.
Isabel era una mujer de armas tomar, caprichosa y
decidida. Había estado casada anteriormente, pero su matrimonio menguó debido a
su afán por crecer profesionalmente, costara lo que costase. Trabajó en el
mismo departamento que el padre de Adrián durante seis meses, período en el
cual hubo un ardiente acercamiento entre ambos. Al principio Félix se resistía
a los encantos de ella, pensando en su mujer y en lo mucho que la amaba, pero
con el paso de los meses, Isabel fue ganando terreno en el corazón de él,
agotándolo sexualmente, dejando que hiciera con ella todas las fantasías
sexuales que se le vinieran a la cabeza, todo aquello que nunca antes había
hecho con su esposa, por pudor, por falta de tiempo, por la razón que fuese.
Ella no tenía complejos, recato, ni vergüenza.
Era muy consciente de lo que hacía, y por qué lo hacía. Su meta era volver
nuevamente a esa empresa y ocupar el cargo que actualmente desempeñaba su
amante, y si para ello, tenía que ofrecer su cuerpo en bandeja, no se lo
pensaría dos veces. El fin justificaba los medios.
La relación con Adrián comenzó a razón de las clases
particulares que le daba en su chalet, para aprender alemán en poco tiempo.
Félix se lo había pedido, cuando aún estaban trabajando juntos. Le había comentado que necesitaba un profesor de
alemán que diera clases a domicilio y ella se ofreció encantada, ya que
dominaba el idioma con destreza, gracias a los años que había vivido con su
padre y varias madrastras en Alemania.
Al principio, la relación
era estrictamente formal, de profesor y alumno. Después, empezaron a hablar de
sus cosas, a comentar vivencias, inquietudes y necesidades. De la misma forma
que había engatusado al padre, lo hizo con Adrián, con la gran diferencia de
que con el paso de los meses, se fue enamorando de la inocencia del chico.
Sin darse cuenta, se vio envuelta en un trío amoroso, con
una vinculación familiar que, una vez se hiciera eco, traería consecuencias
graves.
Ese domingo habían decidido pasarlo juntos, con tres
parejas que ya conocían. A ambos, no le importaba lo que la gente dijera sobre
la relación y su diferencia de edad. Físicamente
no se notaba demasiado, puesto que Isabel se cuidaba mucho y aparentaba ser bastante
más joven de lo que era. A ella le encantaba la vitalidad de él, sus ganas de
experimentar, de probar cosas nuevas, diferentes, innovadoras, raras, igual que
su padre.
Después de comer los bocatas que habían llevado de casa,
volvieron a tumbarse al sol, mientras hacían la digestión. Durmieron la siesta
un buen rato, a pesar de que el calor apretaba bastante a aquellas horas.
Después, decidieron volver al agua, esta vez,
para montarse en un plátano hinchable, tirado por una lancha. Su pasión era la
velocidad, y de paso, reír a carcajada limpia.
Tras media hora sin parar de reír, volvieron a sus toallas. Todos
estaban eufóricos por lo bien que se lo habían pasado, acordando repetir el
siguiente fin de semana, siempre que el tiempo los acompañara.
Isabel y Adrián estaban tumbados en la toalla de él, con
gesto amoroso. Se besaban apasionadamente, como si fueran dos jóvenes de
dieciséis años. Si no fuera porque estaban sus amigos al lado, había demasiada
gente a su alrededor e incluso niños cerca, jugando con la arena, ella le
quitaría el bañador verde mar que llevaba puesto, para apoderarse de esa parte
masculina que tanto anhelaba en aquel momento. Con el padre de él solamente
pensaban en el sexo, con Adrián era diferente. Además de disfrutar de las
relaciones sexuales que mantenían, entre ellos había crecido un hilo que cada
vez se hacía más grueso, por tanto, más difícil de romper.
Ante la imposibilidad de dar calma al deseo carnal en
aquel sitio, decidieron ir a dar una vuelta y
así, encontrar un lugar en el cual deleitarse sin miedo a ser reconocidos. Daba
igual la zona, si hacerlo de pie, sentados, acostados…, lo importante era
hacerlo, y punto.
Cogidos de la mano, se encaminaron hacia el paseo que
había en la parte superior de la playa, pegado a los restaurantes, cafeterías y
tiendas de suvenirs. Al ser domingo, había
muchísima gente paseando, sobre todo turistas que acababan de llegar al pueblo,
cuya costumbre de todos los años era comprar las cosas que necesitaban el día
de su llegada.
Iban entretenidos hablando y haciéndose carantoñas,
cuando se encontraron de frente con los padres de él, también agarrados de la
mano. Adrián se quedó mirándolos fijamente, pues le parecía increíble que
hubieran coincidido, aunque tampoco le importaba demasiado, estaba decidido a
hacer pública su relación con Isabel. Ésta, al verlos, soltó inmediatamente la
mano de su acompañante y se fijó en la mirada inquisidora de Félix. Lo cierto
era que todavía no habían roto. Seguían viéndose varias veces por semana,
siempre en algún motel o en el coche de cada uno de ellos. Sabía perfectamente
que ella era la causa de que el matrimonio de él estuviera pasando por una mala
racha, pero tampoco le había importado demasiado. Su intención era provocar un
escándalo y que los rumores llegaran a la empresa de él. Era sabido por todos
los que en ella trabajaban, que allí no les permitían ese tipo de vida. Para
dirigir la empresa, tenían que ser personas serias y que dieran ejemplo en
todos los ámbitos de la vida.
–
¿Vosotros aquí, juntos? – preguntó la
madre con curiosidad.
–
Sí mamá – respondió Adrián.
–
Pero… – hizo una pausa, pues no sabía
exactamente qué decirles.
–
Estamos juntos desde hace un tiempo –
contestó él. Su padre continuaba mirando fijamente a Isabel, sin pronunciarse.
–
Pero… – volvió a decir Alicia.
–
Sé lo que hago, sabemos lo que hacemos –
hizo una pequeña pausa para continuar –, y nada va a cambiar mi forma de pensar
y actuar.
Félix seguía sumido en un absoluto caos mental. ¿Cómo era
posible que su hijo estuviera liado con su amante, y además, la profesora de
alemán que había contratado para darle clases a Adrián? Le parecía imposible,
como un sueño o más bien una pesadilla, del que deseaba despertarse lo antes
posible. ¿Cómo iba a solucionar aquel entuerto?, ¿le contaría a su hijo que
Isabel era su amante?, ¿se lo contaría a su mujer?, ¿le pediría a ella que dejara
en paz a su progenitor, con lo cual ella quizá le pidiera algo a cambio?
SANDRA EC
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