– Sí señora –
contestó Graciela. Su tono de voz mostraba respeto.
– Perfecto, me
alegra que lo hayas entendido todo. No me gusta repetir las cosas más de una
vez. Ahora la compañera te indicará cuál es tu habitación, donde podrás dejar
tus pertenencias. También te enseñará el resto de la vivienda, y te pondrá al
día de ciertas costumbres que tenemos en la familia – dijo Ruperta con
autoridad y altanería.
– Muchas gracias por
su gratitud.
La propietaria de la casa salió del
despacho con la cabeza erguida, mirando al frente. El ruido de sus tacones de
aguja resonaba en toda la sala. Un minuto después apareció María, para
acompañar a Graciela hasta el ala de la casa que era utilizada por el servicio
de personal. Le ayudó con el poco equipaje que traía, y le explicó cuáles
serían sus tareas diarias.
Graciela estaba muy ilusionada con
ese trabajo. Nunca había servido en una vivienda tan grande ni para una gente
tan rica y aristocrática. Se encargaría de las plantas segunda
y tercera, en la cual estaban los dormitorios de la familia con los baños
integrados, las salas privadas, y ayudaría
también a servir la comida cuando fuera necesario. Había sido elegida entre
diez candidatas, para cubrir la baja de otra chica que se había caído por las
escaleras principales. Nunca le había asustado el trabajo, no lo iba a hacer
ahora. Necesitaba el dinero para sacar a su hija adelante, tras la muerte
accidental de su esposo.
El personal que trabajaba allí era
muy discreto, tal y como requerían en la oferta de trabajo. Se les exigía
uniforme y el pelo impolutamente peinado, preferiblemente atado y nada de
tacones ruidosos. A Graciela le costó una semana coger confianza con sus
compañeros, y no porque ella no quisiera, sino porque ellos se mostraban
reservados. En total eran seis personas al servicio de esa familia, cada cual
con sus tareas y responsabilidades. Ella se defendía sin problemas, e incluso
en muchas ocasiones, ayudaba a los demás para adelantar trabajo.
La familia la formaban las
siguientes personas: Herminio era el cabeza de esta, y
propietario de una multinacional; Ruperta era su esposa, una mujer que le gustaba vivir bien y aparentar normalidad; Alba era la hija,
que apenas estaba en la mansión, debido a que estudiaba en una universidad en
el extranjero; Pedro era el vástago mayor, separado, vividor, juerguista y
derrochador; Jorge era el descendiente más joven de la familia, que iba por el
mismo camino de su hermano; y por último estaba Fernando, sobrino y primo de
los anteriores, que llevaba toda su vida viviendo con ellos, porque sus padres se
habían fugado pocos meses después de haber nacido él. Lo
trataban como un hijo y hermano, y era el que gestionaba los negocios de su tío
en España, ante la pasividad del heredero mayor de la familia.
Graciela los fue conociendo poco a
poco, a medida que iban apareciendo por la casa. Tanto Ruperta, como Pedro y
Jorge, eran los que más pegas ponían por todo. A Alba la conoció un fin de
semana que vino para relajarse, después de los exámenes, y le pareció una chica
con algo más de sentido común, seguramente se parecería a su padre, y a
Fernando lo veía todas las mañanas y por la noche, cuando servía la cena en el
comedor familiar. Era un chico que,
aparentemente parecía serio y aburrido, siempre vestido con traje de chaqueta,
corbata y camisa, leyendo la prensa o preparando informes para el día
siguiente.
Un sábado por la tarde, Pedro llegó
ebrio, después de un encuentro que había tenido con su ex, y llamó al servicio
para que le llevaran al salón una bolsa de hielo. Tenía los nudillos hinchados
de dar puñetazos contra la puerta del coche. Ese fin de semana le tocó a
Graciela cubrir a sus compañeras que habían librado. Él estaba sentado en el
sofá blanco, con los ojos a medio abrir, la miró de reojo y dijo:
– Acércate.
Ella se acercó con cautela, pues ya
le habían advertido de su afán por conseguir lo que se le metía entre ceja y
ceja, y más, tratándose de mujeres. Estaba a
poco más de un metro de él, cuando la agarró por la muñeca derecha y tiró de
ella, provocando su caída en el sofá. Graciela intentó levantarse pero él la
apretó contra su cuerpo, pasándole la lengua por el cuello, sobándole los
pechos con las manos. Ella sintió pánico ante lo alterado que estaba, y más, teniendo en cuenta que la casa estaba vacía. Aunque gritara, nadie la escucharía. Intentó desasirse
de aquellas manos que la intimidaban, pero su fuerza era menor que la de él, a
pesar de estar borracho como una cuba. Pedro consiguió ponerla bajo su cuerpo,
y empezaba a subirle la falda cuando alguien lo agarró de los brazos, y lo tiró
al suelo. El rostro de Graciela mostraba miedo, desesperación. Ella permanecía
con los ojos cerrados a cal y canto, cuando Fernando retiró a su primo de
encima de su cuerpo. Ayudó a que se levantara y se preocupó por cómo se
encontraba.
– ¿Te encuentras
bien?
– Sí,
perfectamente – contestó algo aturdida –. Lo siento mucho.
– ¿Qué lo sientes?
– preguntó extrañado Fernando –. ¡Pero si la culpa no es tuya! Debes disculpar
a mi primo, seguro que no era su intención. De un tiempo a esta parte, ha
perdido el norte, entre la separación, los problemas con mi tío, una cosa y
otra…. Aunque eso tampoco lo excusa.
– Mi intención no
es causar problemas señor, le pido por favor, que no se lo comente a sus tíos,
o perderé el trabajo – Graciela entendía que lo que acababa de hacer Pedro
estaba mal, pero no podía perder ese empleo, pues era el sustento para ella y
su niña de dos años.
– Tranquila, no
pasará nada, aunque él se acordará de este día –. Su primo seguía tirado en el
suelo, incapaz de levantarse por sí mismo.
Con pasos livianos se retiró del
salón, enjugándose las lágrimas de los ojos con un pañuelo que llevaba en el
bolsillo del delantal. Fernando agarró a su primo por los codos y lo levantó.
Ambos quedaron mirándose a los ojos.
– Eres un
indeseable – espetó Fernando.
– Sí, la oveja
negra de la familia – dijo en tono burlón.
– ¿Te parece gracioso?
– ¿Desde cuándo te
preocupas por el personal de servicio? – comentó irónicamente.
– Desde siempre.
Por si no lo sabes, son personas como nosotros y tú no tienes derecho a
burlarte de ella. Se gana la vida dignamente ¿qué tienes que decir a eso?
– Jajaja ... – no
paraba de reírse –, ¡Fue a hablar el héroe de la familia!
– Te estás pasando
de la raya – argumentó Fernando, ante las tonterías de su primo.
– No, quien se ha
pasado de la raya has sido tú. Nadie te ha llamado y
sólo has venido a fastidiarme el polvo.
Fernando estaba que echaba humo por
las orejas. Sabía que su primo era un bocazas, pero nunca pensó que llegaría a
tales extremos. Lo agarró fuertemente por la camisa y con mirada encolerizada
manifestó:
– ¿Te das cuenta
en lo qué te has convertido? No eres más que un desgraciado – sus ojos echaban
chispas –. Espero que sea la última vez que le pones una mano encima a la
chica, de lo contrario – no deseaba continuar por ese camino.
– De lo contrario
¿qué? – quiso saber Pedro.
– No titubearé ni
un solo segundo en contárselo a tu padre, y seguro que eso no lo quieres
¿verdad? – él sabía que su tío estaba muy enfadado con Pedro, ya lo había
amenazado en varias ocasiones para que retomara su vida y se olvidara del
pasado. Llevaba más de un año viviendo de lo lindo, sin trabajar. Lo suyo, era
estar achispado todo el día y acostarse con
cualquier mujer que se presentase.
– No te atreverás
– exclamó divertido.
– No me retes, sabes
que lo haré.
Pedro intentó darle un puñetazo a su
primo, pero éste, harto de reflejos, consiguió esquivar sin problemas el puño
que iba hacia su ojo derecho, agarrándolo con fuerza y devolviéndoselo con
rabia. Pedro frotó sus manos y se largó del salón, directo a su dormitorio.
Las semanas siguientes fueron
bastante tranquilas. Pedro aceptó la propuesta que le hizo su primo de ingresar
en un centro para dejar, de una vez por todas, su
adicción al alcohol. Su madre no estaba por la labor, pues
siempre había sido el niño de sus ojos, pero al comprobar que él pedía ser
internado, no opuso resistencia. El mismo Fernando fue quien lo llevó hasta el
lugar, despidiéndose ambos con un sincero abrazo, pues durante un largo período
de tiempo estaría totalmente incomunicado con el exterior.
Mientras, Graciela respiraba más
tranquila. El hecho de vivir bajo el mismo techo que un hombre que había
intentado agredirla sexualmente, le ponía los pelos de punta. Fernando había
estado muy atento con ella en las últimas semanas, preocupándose por su estado
anímico y, transmitiéndole confianza y seguridad. Aquel chico recto y adusto,
se convirtió ante los ojos de ella, en un joven risueño y agradable.
Graciela se mostraba indiferente
ante las miradas de él. Sabía perfectamente que no podía mezclar el placer con
el trabajo, una regla imposible de romper, y si se quebraba, sería el final de
una relación laboral. Además, no estaba preparada para
tener otra relación tan pronto, todavía perduraba el aroma varonil de su
pareja, entre sus ropas, entre sus pocas pertenencias, todavía lo sentía tras
ella, abrazándola, besándola. El destino había querido que sus caminos se
separaran, el reloj de Marcos se paró aquel fatídico día mientras que el de
ella, continuaba dando las horas.
Aparte de las miradas robadas y las
frases de preocupación, entre los dos comenzaba a surgir algo, por el momento, difícil de desovillar. Por un lado Graciela, atada
al pasado y con una única misión en la vida, hacer feliz a su niña; y por otro
Fernando, con una carrera prometedora por delante, con muchas responsabilidades
que su tío había descargado sobre él, y un corazón dispuesto a amar, que en
muchas ocasiones se sentía solo.
Un martes por la noche se encontró
mal. Tenía fuertes dolores intestinales y llamó para que le llevasen a su
dormitorio una manzanilla. Graciela se la hizo con mucho cariño y se la llevó con una rodaja de limón, sobre una
bandeja de plata. Al entrar, lo vio acostado en la cama, con la sábana hasta la
cintura. Estaba pálido y con la mirada perdida. Ella se acercó y le preguntó
dónde le dejaba la infusión. Él la miró y le dijo que se sentara a su lado.
Graciela obedeció, pues confiaba en aquel chico. Removió varias veces la
manzanilla con la cucharilla de acero inoxidable y se la acercó a los labios. Él
bebió con desgana, pues odiaba las infusiones, hasta que sintió la necesidad de
vomitar. Corrió hasta el servicio y durante unos minutos estuvo devolviendo todo
aquello que le atormentaba el estómago, consiguiendo una notable mejoría en
cuanto acabó. Regresó al dormitorio y Graciela ya no estaba. Volvió al baño y
se enjuagó la boca, pues tenía un desagradable sabor a vómito. Al regresar,
alguien tocaba en su puerta. Era Graciela que regresaba para limpiarle el baño,
pues intuía que quedaría hecho un asco. Él le dijo que no hacía falta, que ya
lo haría al día siguiente, pero ella insistió. Se internó en el baño con su
bayeta, un frasco con lejía y un ambientador. Él la observaba desde el marco de
la puerta, incapaz de quitarle el ojo de encima. Le parecía una mujer
inmensamente sexi a pesar del ridículo uniforme que le obligaba a usar su tía,
con la falda por debajo de la rodilla, una blusa de color azul celeste y el
delantal por encima.
– Conmigo no
tienes por qué comportarte así – dijo.
– ¿Disculpe? – no
sabía realmente a qué se refería.
– Quiero decir,
que no hacen falta tantos formalismos ridículos, creo que somos más o menos de
la misma edad y yo no soy igual que mi familia, de hecho, ni siquiera soy hijo
de ellos, ni hermano. Mis tíos me adoptaron cuando apenas tenía unos meses.
– Lo siento señor,
pero no me está permitido familiarizarme con los miembros de la familia. Es
usted muy amable conmigo – Graciela deseaba conocer su historia, pero le había
quedado bien claro que nada de confianzas. Los ojos los tenía anclados en el
suelo.
– Pues sí que te
tomas a pecho las normas de mi tía – dijo después de pensar en cada una de las
palabras susurradas por ella.
– Mi trabajo
consiste en servirles a ustedes, por ello me pagan. Creo que cumplo a rajatabla
todas las tareas y me siento feliz por ello – pronunció, consciente de que eso era lo único que sabía
hacer.
– Vale, vale, no
te enfades, solamente quería que supieras que puedes contar conmigo para lo que
necesites, y que no me mires con inferioridad, ni subordinación. Trátame de
igual a igual.
– Eso no puede ser
– contestó con voz preocupada.
– ¿Y eso, cuál es
la razón por la cual no podemos ser amigos?
– La razón es
obvia, señor Ruiz. Yo soy una simple sirvienta o empleada, llámelo como quiera,
y usted es una persona culta y que pertenece a la alta sociedad, no quedaría
bien que se mezclara con personas de mi clase social.
– Yo hablo y me
relaciono con quien me da la gana, no me importan las clases, eso son mitos.
Debes cambiar tu forma de pensar – comentó Fernando, al tiempo que le tocaba la
barbilla con su dedo índice.
– Disculpe, debo
irme – nerviosa, recogió las cosas que tenía sobre el mueble del baño y salió
de su dormitorio.
Los días siguientes a esa noche,
Graciela procuró no coincidir a solas con Fernando, pues ese hombre la
intimidaba extraordinariamente, y sabiendo cómo era ella de sensiblera, podría
llegar a enamorarse de él, algo que nunca debería de suceder. Afortunadamente
la propietaria de la casa le dio tres días libres, los cuales tenía pensado
aprovechar para disfrutar de su niña y olvidarse del hombre que le estaba
robando los sueños.......................
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