Fernando se dio cuenta de su falta
enseguida. Tenía intriga por saber dónde vivía, por saber algo más de su vida.
Buscó en la carpeta de contratación que tenía su tía sobre el escritorio, y
localizó su dirección y número de teléfono. Pensó en llamarla, pero rehusó la
idea, porque ella cortaría la conversación inmediatamente. Decidido a
visitarla, se cambió de ropa, ataviándose con unos vaqueros desgastados, una
camiseta ajustada de manga corta y unas deportivas blancas.
Condujo durante una hora para
localizar la dirección. Antes, pasó por una floristería y compró un pequeño
ramo de gerberas multicolor.
Era un segundo piso, situado en el
barrio obrero de la ciudad. Desde la calle pudo observar en el balcón, unas
vistosas macetas floreadas, aportando vida a una zona un tanto deprimida. Pulsó
el telefonillo y al otro lado escuchó la voz de una persona ya entrada en años.
Él le dijo que deseaba ver a Graciela y la señora le abrió la puerta de la
calle. El edificio no contaba con ascensor, así que subió las escaleras hasta
llegar a la entrada de la vivienda. Nuevamente tocó el timbre y la puerta se abrió lentamente. Una mujer con gafas y
el pelo muy canoso lo invitó a pasar. Él aceptó gustoso
y le preguntó si se encontraba Graciela en casa. La señora le dijo que
había salido a hacer unas compras, pero que vendría pronto. Le hizo pasar hasta
el salón y sentarse en un sillón desgastado por
el uso.
– Estoy preparando
el almuerzo, ¿se quedará usted a comer con nosotras? – preguntó la madre de
Graciela con un tono de voz amable y cariñoso.
– No quisiera ser
una molestia para ustedes – respondió Fernando.
– Olvídelo, los
amigos de mi hija siempre son bienvenidos a la casa, y no es que tengo muchos,
la verdad – la mujer hablaba como para sí misma.
– Muchas gracias,
es usted muy amable.
La madre se dirigió a la cocina para
seguir con la comida. Desde el pequeño salón podía escuchar el ruido de las
cazuelas y cómo batía huevos en un bol. Unos minutos más tarde, entró Graciela
por la puerta con la niña en brazos. Era una cría preciosa, con unos ojos
negros saltones y el pelo en forma de
sacacorchos. Se quedó petrificada en la entrada al contemplar la figura de él,
tan diferente a como iba habitualmente, con aquellos trajes aburridos y faltos
de color. Más aun, cuando comprobó que en la mesita del centro había depositado
un bonito ramo de flores.
– ¿Ha ocurrido
algo? – fue lo primero que pronunció al acceder al salón y dejar la niña en el
parque de bebés.
– Hola Graciela.
Siento presentarme aquí sin avisar – la miró de arriba abajo, pues estaba inmensamente hermosa con un vestido
fucsia ajustado a su figura.
– ¿Cómo me ha
localizado? – tenía muchísimas preguntas que hacerle y no sabía por dónde
empezar.
– He encontrado
tus datos en la documentación del contrato, espero que no te moleste.
– No entiendo su
presencia en mi casa – volvió a cuestionar.
– En primer lugar
te pediría que dejaras de tratarme de usted y, contestando a tu pregunta – hizo
una pequeña pausa para continuar – tenía muchas ganas de verte fuera del ámbito
del trabajo.
Graciela se sonrojó ante el
comentario del Fernando. Era tan meloso y atento.
– ¿Desea… bueno,
deseas tomar algo? – se corrigió, ante la insistencia de él de tutearse.
– Me vendría bien
algo frío, si es posible.
Ella salió del salón y fue hasta la
cocina, donde estaba su madre elaborando un rico revuelto de champiñones. Fernando
escuchaba como hablaban, aunque no podía entender con precisión la
conversación. Se acercó hasta la niña y le acarició los sonrosados mofletes.
Ella, a cambio, le ofreció una sonrisa de oreja a oreja, lo cual le agradó
enormemente. Transcurrieron unos minutos hasta que regresó con una naranjada
casera bien fría.
– Me ha dicho mi
madre que te ha invitado a almorzar con nosotras.
– Ha sido ella,
que ha insistido – se disculpó –. No quisiera ser una molestia.
– Mi madre siempre
ha sido así, cándida con todo el mundo.
– Me ha dado la
impresión de ser una buena mujer, con un gran corazón, igual que tú.
– Lo es, señor
Ruiz. Perdón,
es la costumbre – una tímida sonrisa se asomó en el rostro de Graciela –. Voy a
poner la mesa.
Una vez terminaron de preparar la
comida, hicieron que pasara hasta la cocina comedor para acompañarlas.
– Siento el poco
espacio del que disponemos. Esto no es la mansión en la que vives tú – manifestó
ella mientras le señalaba con la mano derecha el lugar dónde sentarse.
– No te preocupes,
sabes que yo no soy como ellos.
La niña les acompañó en una esquina
de la mesa, sentada en su trona. Graciela le iba dando su comida especial,
entre voces y sonrisas. Durante el almuerzo charlaron sobre el tiempo y sobre
lo graciosos que eran los niños cuando tenían aquella edad. Una vez finalizada
la comida, ella se disculpó diciéndole que no tenían café en casa. Fernando era
bastante cafetero y le comentó que podrían salir y tomarse uno en una cafetería,
y así aprovechaban para charlar. La madre la animó a acompañarlo, pues sabía
que su hija necesitaba distraerse un poco después de la desgracia que había caído
en aquella casa.
La zona aquella era enervante, con
lo cual decidió coger el coche y buscar otro
lugar, un sitio que los llenara, y dónde ella se sintiera cómoda y feliz. El
sitio no podía ser más especial. Se trataba de un edificio de treinta plantas,
que albergaba una cafetería en la planta superior, con unas vistas
privilegiadas. En cuanto salieron del ascensor, ya pudieron contemplar las
panorámicas que ofrecía aquel espléndido lugar. Ella estaba maravillada y no
hacía más que preguntarle qué era aquello, qué era lo otro, se sentía como una
niña con zapatos nuevos.
Pasaron la tarde en esa cafetería,
charlando de sus vidas. Ella le contó lo sucedido con su marido y él, lo que le
había pasado a sus padres, y el trabajo que desempeñaba en la empresa de su
tío. Empezaba a coger confianza con él, a sonreír, a exteriorizar. Hacía
muchísimo tiempo que no disfrutaba tanto, que no dedicaba algo de tiempo para
sí misma. Él se había mostrado muy cariñoso con ella, acariciándole las manos,
alguna que otra vez pasando los suaves dedos por sus mejillas, clavándole la
mirada cargada de sentimientos, susurrándole cosas bonitas y palabras
alentadoras.
Serían las nueve de la noche cuando
decidieron dar por finalizada la visita a aquel lugar tan emblemático e inolvidable.
Pidió la cuenta y tomándola de la cintura, se dirigieron hasta el ascensor.
Dentro del mismo, sus miradas se quedaron prendadas una en la otra, a pocos
centímetros. Fernando se acercó más a ella, apoyando una mano en el fondo del
ascensor.
– Necesito besarte
ahora mismo – susurró él.
– No creo que sea
una buena idea – debatió Graciela, aunque su inconsciente gritaba lo contrario.
Dio igual su opinión, pues en cuanto
acabó de pronunciar la frase, Fernando tenía ya sus labios posados sobre los de
ella. Un beso suave, sincero que, poco a poco, se
fue convirtiendo en uno a presión, palpitante. Ella respondió de la misma
forma, internando los dedos entre los cabellos de él. Las manos varoniles
recorrían con desesperación el cuerpo de Graciela, su lengua transitaba por la
boca, orejas, cuello, mejillas, ocasionando un reguero de lava volcánica. El
deseo se fue adueñando de ambos cuerpos, incapaces de controlarlo. El ascensor
estaba a punto de llegar a la zona de aparcamientos. Él se adelantó, y pulsó el
botón de parada, de modo que el habitáculo se quedó parado en algún lugar del
recorrido. Ya nada los podría molestar.
Le levantó el vestido con rapidez.
Sus extremidades superiores avanzaban por las esbeltas piernas de ella con
avidez, hasta llegar al punto cumbre. Unas braguitas de algodón interferían el
paso. Con mucha delicadeza se las retiró, pudiendo acceder de esa forma, a una
zona altamente explosiva. Graciela gimió de placer, ya se había olvidado de lo
placentero que era sentir unos dedos masculinos en su clítoris. Después de unos
minutos de tocamientos, consiguió deshacerse de sus vaqueros, la tomó por la
cintura y la ancló contra su propio cuerpo. Ella lo abrazaba con el cuello, sin
dejar de besarlo, chuparlo, mordisquearlo. Movimientos circulares provocaban en
ambos, retazos de placer. Graciela consiguió asir con sus manos el imponente
órgano viril, indicándole el camino adecuado para abandonarse y desfallecer. Esa
primera acometida fue increíble para ambos, inmersos en un mar de recreo.
Momentos de gloria y fruición recorrieron todas sus terminaciones. De sus
gargantas, áridas por el esfuerzo, emanaban gemidos, gimoteos. No les importaba
quien estuviera al otro lado del ascensor, ese momento lo querían disfrutar al
máximo. Sus delicadas uñas se clavaban en la espalda de él, que, en vez de
ocasionar dolor, producían más placer, más apetito sexual. Las embestidas eran
cada vez más fuertes, constantes y plácidas. Las piernas de ella rodeaban la
cintura de él con impaciencia, facilitando de esa manera, la fricción de ambos
sexos. Gotas de sudor recorrían el rostro de Fernando, fruto del tremendo y, a
la vez, venturoso esfuerzo que estaba ejerciendo. Sus labios besuqueaban los
pechos erectos y encendidos de la mujer. El clímax no tardó en llegar, ambos lo
deseaban con afán. Cayeron rendidos en el suelo enmoquetado, abrazados de
piernas y brazos, hasta que un pitido muy agudo los despertó de lo que había
parecido ser una sueño.
SANDRA EC
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