Isabela
leía una novela erótica, sentada en la mecedora de su habitación. La había
encontrado en la biblioteca de su casa, escondida dónde su padre guardaba
ciertos libros que no quería que los demás supieran de su existencia. Un día
vio como se sonrojaba, sentado en su sillón favorito, tras el escritorio, y
después lo ocultaba detrás de otros.
El
amor por la lectura lo heredó precisamente de él, aunque no le interesaba la
literatura tan aburrida que ellos le obligaban a leer, ella disfrutaba leyendo
los libros prohibidos.
Su
dormitorio era el lugar preferido para disfrutar de aquellos momentos tan
íntimos. Se sentaba en una butaca o en su mecedora de madera de nogal, tapizada
con una tela de terciopelo estampada, al lado de un gran ventanal con coloridas
cortinas. La cámara era espaciosa, con techos muy elevados, una cama con un
mullido colchón cubierto con un cobertor de color blanco roto, más alta de lo
normal, cuya madera estaba tallada a mano, al igual que el resto de los
muebles. Sobre el arcón, también de madera, que contenía parte de su modesto
vestuario, había un espejo vertical, en el cual se reflejaba mientras leía sus
libros preferidos.
Aprovechaba
cuando sus padres y hermanos salían a dar un paseo a la ciudad. Ella se
escapaba al campo, disfrutando de las praderas floreadas. Le gustaba ser libre,
en todos los sentidos. Su familia era demasiado formal y burocrática, como casi
toda la gente que la rodeaba. Sin embargo, a pocos metros de su caserío, vivía
Fredy, un chico de su misma edad, y con sus mismas inquietudes. Era despierto,
ávido y con ganas de comerse el mundo, y de paso, lo que se le pusiera por
delante.
A
Isabela le gustaba mucho Fredy. Llevaba siempre unos pantalones de tergal
ajustados a las piernas, y la camisa abierta, dejando entrever el vello que le
cubría el pecho. Muchas veces lo espiaba cuando él estaba desnudo de cintura
para arriba, principalmente en las ocasiones en que tenía que cortar leña con
un hacha, en el patio trasero de su casa. Fredy sabía que ella estaba observándolo,
con mirada apasionada, pero nunca le había dicho nada.
La
novela iba de una pareja cuya familia no deseaba que estuvieran juntos. Ellos,
a pesar de las dificultades, las prohibiciones y el miedo que sus progenitores
le habían grabado en sus mentes, dieron rienda suelta a su amor, y en la noche
de San Juan escaparon juntos. Muchas veces deseaba ser aquella chica, atrevida,
libre, sin pudor. Cuando leía, miraba su figura reflejada en el espejo y no le
gustaba lo que veía. El pelo siempre lo llevaba atado en un moño alto, y su
indumentaria era insípida, obviamente elegida por su madre, una mujer de armas
tomar, con una gran devoción religiosa, autoritaria y con semblante duro, de la
cual nunca había recibido una caricia, un beso de buenas noches.
Por
las noches, soñaba ser Sisi, la protagonista, con aquellos vestidos vistosos,
con unos escotes en forma de barco que dejaban ver los senos sonrosados, sobre
los que caía parte de sus cabellos desmelenados por la brisa, mientras galopaba
sobre un purasangre. Se sentía incómoda con su indumentaria cotidiana, enagua
sobre enagua, medias ocultando sus piernas esbeltas, encajes ostentosos
ocultando la parte más hermosa de una mujer, su pecho.
Mientras,
Fredy se sentía gratamente atraído por ella. Notaba en su mirada el deseo de
vivir aventuras, de salir de lo cotidiano y aburrido que era su círculo
habitual, el de ambos. Las demás chicas del contorno disfrutaban yendo a
fiestas, en las cuales los varones cortejaban a las mujeres más jóvenes.
Isabela evitaba ese tipo de acontecimientos, y si en alguna ocasión se veía
obligada a acudir, buscaba la manera de espantar al pretendiente.
Muchas
veces habían hablado a escondidas, pues sus familias no permitían un trato
directo y personal. Siempre debía haber un adulto entre la pareja para mediar
la conversación y no permitir que fuera a más. Sin embargo, ellos sabían cómo
escaparse, y se encontraban en el granero o en las cuadras de caballos, uno de
los lugares preferidos de Isabela.
Allí
conversaban, largo y tendido, sobre las cosas que les gustaría hacer y no
podían llevarlas a cabo, sobre lo indignante que era tener que seguir unas
normas inútiles y rancias y, sobre lo que les gustaría hacer en un futuro no
muy lejano.
Un
día, Isabela fue castigada por no obedecer a su padre. Él quería que acudiera a
una cena que darían unos amigos, para inaugurar la temporada de verano. Ella se
había negado, diciendo que no necesitaba marido, que lo único que quería era
vivir su vida y conocer de forma totalmente abierta y espontánea a un hombre
que realmente la quisiera, y no por su dote. Sus padres estaban indignados ante
tales comentarios. Además de castigarla en su habitación sin salir, le
advirtieron que de una forma u otra, acudiría a la reunión.
Estaba
indignada, y bajo ningún concepto tenía pensado obedecer a sus progenitores. En
la hora de la siesta, mientras todos dormían en sus aposentos, se calzó unas zapatillas cómodas y poco
ruidosas, y salió de su dormitorio sin hacer ruido. Caminó durante minutos por
los campos de centeno, hasta llegar a un chopo, muy cerca de la casa de su
amigo y confidente. Se sentó bajo su sombra y sacó de debajo de su mantilla el
libro que tantos sueños le quitaba. Iba por la mitad justamente cuando ellos ya se habían
fugado y disfrutaban del amor, lejos de todos aquellos que intentaban
separarlos.
–
¡Hola!
–
Hola
– contestó Isabela con un tono de voz desanimado.
–
¿No
se supone que deberías estar reposando en tu casa? – preguntó Fredy.
–
Me
he escapado.
–
¿Qué
has hecho ahora? – quiso saber él, pues la conocía demasiado bien e intuía que
había sido algo grave.
–
¿Qué
qué he hecho yo? – dijo molesta –. Más bien,
pregúntame qué quieren que haga.
–
Vale,
entonces contéstame ¿Qué quieren tus padres que hagas, en contra de tu
voluntad?
–
En
dos semanas comienzan los bailes, y ya sabes lo qué significa eso. No pienso ir. ¿Tú irás?
–
No
me han comentado nada, pero seguramente, y la verdad, no me hace ni pizca de
gracia. La última vez que me negué a asistir, recibí diez azotes de mi padre.
–
Me
fugaré – contestó Isabela con voz decidida.
–
¿Cómo?
–
Lo
que has oído, voy a fugarme, sea a donde sea, pero no pienso quedarme aquí,
viendo cómo algunos toman decisiones por mí.
–
Pero,
¿Adónde?
–
Pues
no lo sé, pero ya se me ocurrirá algo, a no ser que quieras acompañarme –
espetó con voz insinuante.
–
Ojalá
pudiera darte lo que tanto anhelas. Un hogar, una posición, unas comodidades,
pero provengo de una familia humilde y sabes que tus padres nunca me
aceptarían.
–
Tonto,
lo que he pretendido decirte es que me gustaría huir contigo, lejos, dónde
nadie nos conozca y visitar lugares hermosos, con encanto, igual que Sisi –
mientras hablaba, contemplaba el cielo azul.
–
¿Y
quién es esa tal Sisi? – preguntó, ingenuo.
–
Sisi
es la protagonista de una novela que estoy leyendo – la sacó de debajo de sus
faldas –, de esta novela.
Fredy la tomó en sus
manos y ojeó algunas páginas. En su interior había ilustraciones, muchas de
ellas eróticas. Miró a su amiga con picaresca.
–
Esta
misma noche lo haré, no pienso esperar más.
–
De
acuerdo, iremos juntos. Espero que no te arrepientas – la observó por el
rabillo del ojo.
–
Seguro
que no.
Regresó
a la casa, antes de que todos despertaran para tomar el té. Unas gotas de sudor resbalaban por su
rostro, fruto de la excitación. En su habitación, buscó en el arcón algo de
ropa, lo más cómoda posible, y la envolvió en una sábana que arrancó de su
cama. También consiguió algo de dinero y víveres.
Su
padre era siempre el último en acostarse. Tenía por costumbre leer durante un
buen rato en la biblioteca, cuando ya todos dormían, al tiempo que se tomaba
una buen vaso
de whisky escocés.
Esperó
hasta medianoche, acostada sobre las mantas, hasta que todas las velas se
apagaran, y escuchar el portazo de la puerta del dormitorio de sus padres. Una
vez se produjo, recogió todo lo que había preparado y salió de puntillas, sin
mirar hacia atrás, sin pesar.
Fredy
la esperaba en los establos, pues cogerían uno de los caballos para huir. También
llevaba sus cosas envueltas en una manta, y un abrigo de lana por si hacía frío
por el camino. Cuando se encontraron, sintieron cómo si una nueva vida les
esperara, una vida llena de alegrías, sorpresas y emociones.
–
¿Preparada?
– vaciló Fredy.
–
Desde
luego que sí, vayámonos lo antes posible, no vaya a ser que el encargado nos
escuche y vaya con el cuento a mis padres.
Eligieron
el caballo más veloz y resistente, llamado
Eros, con gran porte, una pequeña crin y al que Isabela tenía mucho cariño
desde niña. Primero su subió Fredy para ayudarla a ella a acomodarse delante de
él.
La
noche era estrellada y tranquila. Decidieron ir por medio de los bosques, para
evitar encontrarse con alguien que los delatara.
Cabalgaron
toda la noche en silencio, pues todos sus sentidos estaban en alerta. Por la
mañana decidieron hacer una larga parada. Amarraron al equino en una zona donde
pudiera pastar y ellos se acercaron al río para asearse.
–
Date
la vuelta – le pidió Isabela.
–
Qué
más da, no me asustaré – contestó él, aunque ardía por verla desnuda.
–
De
todas formas, prefiero que te vuelvas.
Él
obedeció sin rechistar. La chica se despojó de su ropa, dejándola sobre una
pequeña roca que había en la orilla y poco a poco, se fue introduciendo en el
agua, fría como el hielo. Dos minutos después salía tiritando. Su cuerpo estaba
demasiado mojado como para ponerse nuevamente la ropa. Fredy se ofreció a
acercarle la manta que había cogido de su dormitorio para cubrirla. Ella le
pidió que lo hiciera con los ojos cerrados. Cuando estaba a escasos metros de
ella, no pudo evitar abrir sus ojos de color avellana, para contemplar una piel
blanca como la nieve, pura, hermosa. Isabela había tapado con la mano derecha
la zona genital y con la izquierda sus senos, aunque había sido demasiado
tarde. Abrió la manta y la cubrió, frotando con las manos los brazos de ella, pues
sentía que estaba congelada. Una vez que vio algo de color en el rostro de
ella, se desnudó sin pudor y se zambulló en las heladas aguas del río. Su
miembro viril estaba excitado, y necesitaba desahogo.
Estuvo
bajo las mansas aguas unos cuantos minutos, aunque no los suficientes como para
aliviar su deseo. Ella seguía acurrucada en la manta, sin vestirse, observando
cómo se acercaba, con el pene increíblemente erguido, algo que la impresionó
sobremanera. En la novela había leído que cuando un varón se sentía atraído por
una mujer, la primera reacción era que su miembro tomaba forma, pero nunca
pensó que llegara a esos extremos. También había visto ilustraciones que en
alguna ocasión, le habían producido un hormigueo en su vagina.
Fredy
se puso delante de ella, mirándola fijamente a los ojos.
–
¿Has
visto lo que me has hecho?
–
¿Yo?
– preguntó ella, sin entender.
–
Sí,
tu – se acercó a ella y se arrebujó bajo la misma manta, mirando el río sin
mirar.
–
Lo
siento, no sabía que…… – se puso nerviosa ante el estado de su amigo.
–
Bueno,
esto ocurre cuando una chica provoca a un chico.
–
Pero
yo no lo hice aposta, es más, te pedí que te dieras la vuelta – susurró con voz
graciosa.
–
Pues
tendrás que arreglarlo de alguna manera – dictó Fredy.
–
No
entiendo a qué te refieres – su ingenuidad la delataba.
–
Necesito
que alivies la presión que siento, el deseo hacia ti, por poseerte, por estar
dentro de ti, por disfrutar de tu néctar – sonaba impaciente.
–
Yo
no sé hacer eso y no estoy preparada para ello, todavía no.
–
Yo
te enseñaré, si quieres, claro.
Estiró
un poco sus piernas y agarró con firmeza el pene, acariciándolo suavemente, sin
dejar de contemplar el semblante de Isabela. Poco a poco fue incrementando los
movimientos, más rápidos, precisos, gratificantes. De su boca emanaban gemidos
que ella entendía a la perfección.
–
Prueba
en tu propio cuerpo – recitó con voz entrecortada.
–
¡Cómo!
Mi cuerpo es diferente al tuyo.
–
Solamente
tienes que tocarte, y poco a poco verás como tu cuerpo reacciona a las caricias
y te pedirá que introduzcas tus dedos en la vagina para calmar esa sensación
loca y desesperada.
Isabela
lo hizo, al principio con cierto pudor, hasta que no pudo evitar gimotear y
gritar de placer. Ambos cayeron rendidos en la manta, después de experimentar
una primera sesión de sexo oral.
Pasaron
el día en aquel lugar, comiendo frutos silvestres para ahorrar las pocas
provisiones que tenían. Habían decidido que al día siguiente intentarían pescar
en el río. Para ello prepararon dos lanzas de madera, con la punta muy afilada.
Para
pasar la noche, hicieron una pequeña cabaña, con leña que fueron encontrando,
helechos y otros matorrales que le sirvieron para la construcción de la misma,
y así cobijarse del frío nocturno.
Hicieron un fuego para calentarse las manos y pasaron horas charlando sobre sus
respectivas familias, lo que no les gustaba, lo que más odiaban y lo que les
hubiera gustado cambiar si existiera esa posibilidad. Horas después, se
acostaron sobre la sábana en la que ella había envuelto sus pertenencias. Estaban
agotados y pronto conciliaron el sueño, aunque no les duró mucho tiempo, pues
una manada de lobos comenzó a aullar muy cerca de ellos. Isabela estaba muy
asustada y pensó que aquel sería su final. Fredy salió corriendo y aprovechó
parte del fuego que todavía se mantenía, para rodear la choza. Su padre en
alguna ocasión, le había comentado que esos animales le tenían pavor al fuego,
a pesar de ser agresivos e intimidantes. Gracias a esa maniobra, consiguieron
espantarlos, aunque a lo lejos se podía escuchar todavía sus aullidos.
Estuvieron toda la noche despiertos, expectantes, sin poder pegar ojo.
Por
la mañana decidieron continuar con el viaje, río abajo. El caballo había
descansado lo suficiente y a primera hora habían conseguido algo de pescado para
el almuerzo. El día había amanecido nublado, aunque empezaba a hacer calor.
Fredy le advirtió que debían darse prisa para llegar a una cabaña de pescadores
que había a unas horas, pues se avecinaba una gran tormenta.
Y
así fue. El cielo comenzó a cubrirse de nubes grisáceas, que se desplazaban
velozmente, y a lo lejos podían ver como caían relámpagos, iluminando la zona.
Al fin llegaron a su destino, empapados hasta los huesos. Fredy llevó a Eros
hasta una zona de cobijo mientras ella entraba en la cabaña y encendía el fuego
para secar la ropa que llevaban de repuesto y la que tenían puesta. Fredy entró
con el pescado lavado y lo puso sobre el fuego. Ambos tenían un hambre feroz.
Mientras se asaban las truchas, fueron desvistiéndose, uno frente al otro, sin
palabras, solamente miradas. Fredy volvía a estar sumamente excitado, su
pantalón lo delataba. Un bulto considerable sobresalía del perfil de su cuerpo,
y el simple contacto de su piel con la tela del pantalón lo hacía enloquecer,
incrementando el hambre que sentía por devorar el sexo de Isabela. Ella se dio
cuenta al instante, y le ayudó a sacarse el pantalón, pudiendo comprobar muy de
cerca, la verga ardiente de su amante. La tomó entre sus manos con delicadeza y
mimo, pasando los dedos por aquella piel suave y sensible. Los meneos se
hicieron más rápidos, ocasionando momentos de furor. Ella estaba de rodillas,
frente a él. Fredy la tomó por la cabeza y le guió su miembro hasta su boca, ella
le pasó la lengua con primor, chupeteando la punta con deseo y pasión,
ocasionando que llegara al éxtasis más absoluto. Él la tomó en brazos y la
sentó sobre la mesa que había en el centro de la cabaña. Le subió las faldas e
introdujo sus dedos hábiles entre los pliegues de una piel sedosa, húmeda y
caliente. Ella gemía de placer, asombrada con lo que se podía lograr con los
dedos de las manos en una zona tan íntima. Cuando estaba a punto de llegar al
orgasmo, él retiró los dedos, y para asombro de Isabela, introdujo su boca,
pasando la lengua de arriba hacia abajo, de derecha a izquierda, formando
círculos. Ella le pedía a gritos que no se detuviera.
Después
de esos minutos de gloria divina, se sentaron a comer las truchas.
–
¿Crees
que nos estarán buscando? – rompió el silencio.
–
Seguramente
– contestó Fredy, pensativo.
–
Yo
no quiero volver, me gusta esto.
–
No
podremos escondernos toda la vida – aseguró con cierto aire de preocupación –.
Algún día tendremos que dar la cara.
Después
se acostaron en una tarima de madera que había en una esquina del interior de
la casa, abrazados, escuchando cómo caía la lluvia en el exterior.
Por
la mañana salieron temprano, querían aprovechar el día para alejarse lo máximo
posible de aquellas tierras. Solamente pararon para comer frutos del bosque y
algo de queso que llevaban en la alforja. Por la tarde llegaron a un lago del
cual nunca habían escuchado hablar. Era un lugar mágico, con un agua
cristalina, piedras en todo el contorno del mismo y unas magníficas sombras en
la parte norte. Lazaron a Eros en la mejor zona para poder alimentarse y
decidieron darse un baño. Ya no les importaba quedarse desnudos, uno frente al
otro. En pocos días habían conocido el significado de las palabras erotismo,
desnudez, intimidad.
El
primero en entrar en el agua fue Fredy, invitándola con las manos para que
entrara ya. El agua no parecía estar tan gélida como la del río. Isabela, al
comprobar la agradable temperatura, se zambulló de cabeza, dejando que el pelo
le cubriera el rostro en su totalidad. En segundos, lo tenía pegado a su
cuerpo, sintiendo el contraste entre la temperatura corporal de Fredy y la de
las tranquilas aguas. Por primera vez sus labios se encontraron. Él la besó con
pasión, con frenesí, agarrando con fuerza la cabeza de ella. Le encantaban sus
labios carnosos, le gustaba sufrirlos sobre su cuerpo. Se estaba muriendo de
las ganas de sentirse en su interior, aunque era consciente de que sería la
primera vez para ambos, y tenía que ser muy especial, una ocasión para no
olvidar. Sin embargo, fue ella quien, para la sorpresa de Fredy, colocó la mano
sobre su pene, agudizando así, su locura interior. Su instinto animal despertó,
la levantó y la colocó a la altura de sus caderas, pudiendo sentir en su
vientre la excitación de ella. Con movimientos circulares, fue preparando la
zona, no quería hacerle daño. Los dos necesitaban la acometida para paliar el
fuego que los quemaba por dentro. Ella le clavaba las uñas en la espalda,
clamando ser embestida.
–
¿Estás
preparada? – le susurró al oído.
–
Sí,
lo deseo con todas mis fuerzas – manifestó ella.
–
Quizá
te duela algo al principio, pero si quieres que pare, sólo tienes que pedírmelo
– al mismo tiempo estaba preocupado por ella.
–
Mmmmmm,
no pares y hazlo ya, te lo ruego.
Un
frotamiento más y se sumergió en el interior más puro de ella. Isabela soltó un
pequeño quejido de molestia, más que de dolor, que con el paso de los segundos,
desapareció por completo. Ella se inclinaba hacia atrás, disfrutando de la
fricción de ambos sexos, de cada empuje que recibía, hasta que el éxtasis nubló
sus ojos, produciendo espasmos, dejándolos agotados, sin fuerzas.
Regresaron
hasta donde habían dejado sus cosas y se vistieron. Estaban hambrientos y
tenían que buscar alimentos, pues las reservas se estaban agotando.
Resolvieron
salir a caminar por la zona, en busca de algo que valiera la pena, con tan
buena suerte, que a menos de un kilómetro encontraron una casa de madera
abandonada. Se acercaron con cuidado y tocaron en la puerta, pero nadie les
contestaba ni les abría. Fredy entró con mucho
sigilo, mirando hacia todos los lados. Parecía llevar mucho tiempo abandonada.
Los muebles estaban cubiertos de polvo, las tablas del suelo crujían y había
telarañas por todas partes. En una de las paredes de lo que debía ser un salón,
había colgadas distintas fotografías enmarcadas. Isabela se acercó para ver
mejor, y comprobó que los habitantes de esa casa habían colocado las
fotografías de forma que podías comprobar los cambios físicos, por el tiempo,
que experimentaron los fotografiados. Subieron a la planta de arriba y comprobaron
que había tres dormitorios y una pequeña salita. Salieron nuevamente al
exterior, y en la parte trasera había un establo en el que encontraron sacos
llenos de semillas y una gran extensión de tierra para trabajar.
De
regreso hasta dónde habían dejado sus enseres y el caballo, debatieron si
instalarse en la casa, por lo menos hasta que aparecieran los dueños. Ambos
estuvieron de acuerdo en tomarla prestada. Trabajarían las tierras, cultivarían
productos para poder alimentarse y formarían un hogar, lejos de sus familias.
Con el tiempo, tenían pensado hacerles una visita. Cuando llegaran los hijos.
SANDRA EC
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