Alba se sentía perdida,
desgraciada, sola y muerta por dentro. Su vida no había sido precisamente
fácil, ni mucho menos. Unos padres retrógrados y alcohólicos, de los cuales
nunca escuchó una palabra de aliento, un hermano mayor empecinado en
desgraciarse su propia vida, la miseria de no tener nada que meterse en la boca
y algún que otro factor, la obligaron a tomar medidas drásticas.
Desde los dieciséis años, ejerce
la prostitución en las calles más peligrosas y expuestas de la ciudad. Ella
hubiera querido ser farmacéutica o veterinaria, pero nadie había apostado por
su persona. Comentarios como “Tu no vales para nada” o “Eso no es para ti” eran
el pan de cada día en su hogar. Argumentos como esos, desmotivan a cualquier
persona con déficit de seguridad en sí misma, como era el caso de Alba.
Los primeros años fueron
fáciles, pues su juventud, su fortaleza y belleza empujaban. Alguna de sus
compañeras de oficio e incluso clientes, consumían drogas en su presencia, algo
a lo que ella siempre se había negado, teniendo en cuenta que lo vivía todos
los días en casa, con su hermano. Nunca se sintió cómoda entregando su cuerpo a
cambio de dinero, en ocasiones temió por su integridad, ante la agresividad de
ciertos individuos que acudían a ella. Esa vida no le gustaba nada, ella quería
amor, pero amor real, de ese que te hace vibrar y te quita el sueño, te hace
sonreír hasta en los peores momentos y da sentido a la vida, como en las
novelas románticas.
Después, los clientes empezaron
a ser más selectivos, buscando chicas más jóvenes y no tan magreadas y llegó la
tan temida crisis, obligándolas a trabajar más horas y bajar los precios de los
servicios que ofrecían.
Su amiga estaba hasta arriba de cocaína. Ya no era la misma de antes y era incapaz
de entablar una conversación normal. El dinero
que ganaba, casi no le daba para pagar las deudas de las drogas y el alquiler a
medias de la habitación. Una mañana fría de febrero, no apareció a trabajar.
Alarmada, buscó en su bolso la llave del piso donde vivía y decidió desplazarse
hasta allí. Tocó con sus nudillos en la puerta del dormitorio, y al no escuchar
una contestación, abrió despacio. La luz estaba encendida y ella yacía sobre la
cama, con los ojos ampliamente abiertos, mirando hacia el techo y con una
jeringuilla clavada en el brazo derecho.
Desde ese día, su vida cambió
radicalmente. Se arrepentía de no haber continuado con los estudios. Lo único que la mantenía con vida era su fe.
Los domingos por la mañana,
asistía a misa como cualquier feligresa. Dentro, sólo se escuchaba el suave
sonido de algunos pájaros trazando sus nidos en lo alto del campanario. La luz
era tenue y fría, igual que las paredes de piedra antigua, arcaicas y
deslucidas por el tiempo. Para pasar desapercibida, cambiaba de indumentaria y
de actitud. El sacerdote era un chico joven, moderno en su forma de vestir y de
hablar, con gafas y una mirada tierna, enriquecedora.
Ella siempre pedía ser confesada
en privado; ocasión perfecta para desahogarse de todo aquello que la
atormentaba y, al mismo tiempo, avergonzaba. Él, sin embargo, no la censuraba
ni la cuestionaba. Se limitaba a escucharla en silencio y con respeto. Alba se
sentía discriminada y apartada de la sociedad, como si fuera un escollo para
los demás, llegando al punto de pensar en el suicidio. Nadie la esperaba en
casa, la gente con la que se cruzaba, la miraba con cara de asco y desaprobación,
y los hombres sólo la utilizaban para conseguir placer ¿qué futuro la esperaba?
Pasaron meses hablando del tema,
llegando a hacerse amigos. Él la incitaba a abandonar ese mundo, vacío y
frívolo. Ella le decía que era lo único que sabía hacer. Sus padres, dos
personas totalmente dependientes del alcohol, su hermano, enganchado a las
drogas, y ella, una vulgar chica de veintidós años, sin estudios, con una
pasado gris, un cuerpo consumido por el apetito sexual de otros y sin
expectativas cara al mañana.
Gracias a los contactos que
tenía en el pueblo del que provenía, encontró un puesto de trabajo para Alba,
como cajera en un supermercado. Ella aceptó sin rechistar. Estaba decidida a
cambiar de dirección. Allí, nadie la reconocía, nadie sabía de su pasado y la
aceptaban como una más. Empezó a hacer amigas, a charlar con gente de todas las
edades y a tener ilusión; pero sobre todo, a sentirse valorada e integrada;
todo gracias a aquel cura que, un día decidió darle una oportunidad,
escuchándola, comprendiéndola, ofreciéndole su mano de forma totalmente
desinteresada.
SANDRA
EC
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