Edy es un perro mestizo de raza
pequeña, pelaje de color castaño teja, con pequeñas manchas blancas por el
pecho y patas, y con una amplia sonrisa en su cara. Le encanta estar con sus
incondicionales, los dueños de la casa donde habita. Desde cachorrito, lo
trataron como un miembro más de la familia, hablando con él, enseñándole qué
cosas no debía hacer y congratulándolo cuando se portaba bien.
El can es obediente, más incluso
que el hijo de los propietarios, y entiende todo lo que, con palabras le dicen.
Conoce los horarios y las costumbres de la familia. Muy amigo de los niños y le
gusta que lo acaricien por la cabeza, con un suave masaje, al que responde cerrando
los ojos y buscando la mano para que continúes con la frotación.
Solamente tiene un pequeño
defecto, y es que le encanta escaparse todos los días un rato para visitar a
sus camaradas de las demás viviendas del barrio. Espera el momento justo en que
el portal eléctrico de la casa se acciona al salir el vehículo, para
escabullirse de forma sigilosa. No vale de nada llamarlo y reñirle. Es su
momento, y quiere disfrutar de él.
–
¡Edy, vuelve ahora mismo! – exige su
propietaria con voz enfadada. Sabe que es un perro inofensivo pero no le gusta
que ande suelto por ahí, temiendo que algún día quede bajo las ruedas de un
coche.
–
Ni pensarlo – respondió con un ladrido y
las orejas hacia atrás, mientras corría velozmente.
–
¡Vamos! – gritaba, mientras veía como se
iba alejando cada vez más de su vista, sin mirar hacia atrás, como quien escapa
de una muerte anunciada.
Minutos más tarde, ya no hay
atisbo del animal. Sólo se escuchan ladridos de los demás perros del
vecindario.
Mientras, Edy se pasea orgulloso
ante sus afectos y presume de su estirpe, con la cola cardada y bien alta, enseñando
sus dientes blancos y bien alineados ante las féminas del clan. Es el momento
más estimulante de la jornada y el más esperado, pues a pesar de tener una
familia que lo quiere y lo trata bien, ese intervalo que transcurre desde que
se escapa hasta que regresa a casa satisfecho, algo cansado y con la lengua a
rastras, no tiene precio.
En la calle se encuentra con más
chuchos, algunos callejeros y otros como él, con un hogar donde comer y dormir.
A menudo se junta con unos cuantos ya veteranos, y concurren determinados
sitios que tienen estigmatizados como indispensables y esenciales.
–
Me ha dicho Linda que hoy puedo pasarme
por su morada y hacerle una visita. Los amos de la casa han dejado el portal
abierto y creo que podré entrar sin problemas – comentó a su compañero de
faena.
–
Bueno, a ella le gustas tú. Sois de la
misma talla y os gustan las mismas cosas – dijo Lupito, feliz por su amigo –.
La camada será envidiable.
–
Sí, tiene los ojos como luciérnagas en
una noche sin nubes, saltones, llamativos, y con mucho brillo, se me cae la
baba con sólo pensarlo.
Los amigos se separan, movidos
por la excitación, cogiendo cada uno su destino y haciendo caso omiso a los
peligros que entraña la calle.
Linda observa desde su punto de
vigilancia, cómo Edy se acerca simulando no verla. Ella menea la cola con
elegancia y habilidad, esperando poder disfrutar de una agradable conversación
con su amante de todas las tardes. En cuanto lo tiene enfrente, se deja
olisquear y sus hocicos se acarician tiernamente. Segundos después vagan por el
césped, uno tras otro, dando piruletas y riendo como dos colegiales en la
excursión de fin de curso. Pequeños árboles y frutales sirven como escondite
para despistar al otro.
Instantes imposibles de olvidar
y sortear. Seguramente se moriría de pena, si le quitaran esos minutos de
gloria y bienaventuranza, pues a pesar de gozar de muchos metros cuadrados de
extensión para corretear feliz, nada es igual que compartir un tiempo de
deleite con tus semejantes.
SANDRA
EC
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