Era otoño y hacía frio. Había una
niebla densa y húmeda, capaz de calar en mis huesos, a pesar de llevar una
cazadora acolchada por encima de la blusa.
Yo odiaba el turno de noche. Mi abuela
siempre me había dicho que la noche era para dormir, y yo precisamente, no
estaba haciendo eso. Claro que prefería el trabajo de calle a estar sentada
tras un ordenador, cumplimentando denuncias o atendiendo el teléfono.
Esa noche recibimos un chivatazo que
parecía de fiar, pues la fuente era bastante segura. Un compañero estaba de
vacaciones, a otro lo habían trasladado de comisaría y otro tenía permiso, dado que habían
ingresado a su esposa en el hospital para una operación. El Comisario Jefe nos
llamó a su despacho con cara de malas pulgas, como cabía esperar. Sergio siguió
mis pasos sin rechistar.
Tan pronto entramos, mandó cerrar la
puerta de cristal y ordenó que nos sentáramos, mientras él buscaba en su mesa
la nota que le habían pasado minutos antes. Era una persona malhumorada,
tediosa, fatigante y muy desordenada visto desde fuera. Pese a ello, siempre
encontraba lo que buscaba en tiempo record.
–
Nos han llamado hace poco más de diez
minutos, en relación al caso “Tuerto” –
expuso con voz de mando, al tiempo que tomaba asiento en su sillón de cuero.
Nosotros continuamos en silencio, pues
sabíamos que no le gustaba nada ser interrumpido
en plena exposición y haciendo uso del cargo que regía.
–
Todos sabemos de quién se trata, y de lo sigiloso y cauto que es. Trabaja
casi siempre solo y utiliza diversas identidades. También conocemos algunos de
sus disfraces más usados y los lugares que suele frecuentar – señaló convencido de lo que contaba –. Llevamos
mucho tiempo queriendo arrestarlo, y por diversas circunstancias, no hemos
podido proceder a ello. Hoy se presentan todas las papeletas para que sea
vuestra noche y consigáis atrapar a ese desgraciado ¿algún problema?
–
No señor, no tenemos ningún problema ¿A
dónde debemos ir? – preguntó Sergio.
–
El soplo dice que está en el Hostal Lumbre.
Lleva varios días alojado allí. Sale por las noches, casi siempre con sombrero
Fedora o gorra.
–
Eso queda por el centro, en el casco
viejo – aseguré.
–
Efectivamente – manifestó el Comisario
–. Tened mucho cuidado, pues es una zona poco segura, con calles estrechas y
callejones sin salida. No quiero sorpresas, quiero resultados y no admitiré
ningún fallo ¿Está claro? – concluyó con un tono de voz rotundo.
–
¿Y cuántos iremos hasta el lugar? –
preguntó mi compañero, pues sabía que la persona que perseguiríamos era
peligrosa.
–
Los que estáis ahora mismo aquí,
reunidos conmigo. No cuento con más personal y no podemos dejar escapar la
oportunidad. Será un mérito más para nuestra comisaría, que falta nos hace –
concluyó esperanzando.
Cuando nos dirigimos a nuestros puestos
para coger la ropa de abrigo y los walkie-talkies, él volvió a hablar, fuerte y
contundente.
–
Ese individuo es posible que vaya
armado hasta los dientes. Estad vigilantes – sentenció.
–
Sí señor – contestamos a la par.
Ya en el coche policial, charlamos
sobre lo bueno que sería para todos aprisionar a aquella alimaña, a la cual
llevábamos tiempo siguiendo pero siempre había conseguido escapar.
Eran las dos y media de la madrugada y
las calles estaban desiertas, solamente se escuchaba el movimiento que las hojas
de los árboles hacían al resbalar sobre el suelo adoquinado. Debido a los
recortes presupuestarios, el ayuntamiento había tomado la decisión anti popular
de apagar el alumbrado público a partir de las dos de la madrugada, para así,
ahorrar en el consumo eléctrico.
Dejamos el vehículo aparcado en un
lugar alejado, para evitar que alguien le avisara de nuestra presencia. El
Hostal quedaba en una zona que yo no conocía demasiado bien, y mi compañero
tampoco. Calles oscuras y estrechas, casas viejas y abandonadas, muros sobre
las aceras, orines de los perros en las entradas de las viviendas. Se notaba
que era una faja de la ciudad dejada y olvidada por completo.
A medida que nos íbamos acercando, el
silencio hacía que nuestro sentido del oído se agudizara. No tanto el de la
vista, debido a la humedad de la niebla nocturna, que penetraba en nuestros
ojos, empañándolos como si fueran cristales. También a través de la ropa, haciendo
que mi cuerpo se estremeciera, obligándome a subir lo máximo posible el cuello
de la chaqueta.
Por el camino, habíamos trazado un plan.
Primero esperaríamos a que él saliera de su madriguera con confianza. Después
nos separaríamos, cada uno por un callejón, hasta detenerlo in fraganti.
No tuvimos que esperar demasiado tiempo
para poder verlo. Iba ataviado con una gabardina de color verde oliva, con el
cuello tan alto que casi le tapaba el rostro, unos vaqueros desgastados, el
sombrero tipo Fedora del que nos había hablado el Comisario y unas botas con
puntera. También llevaba barba larga y las manos dentro de los bolsillos del
gabán.
Se dirigía hacia una zona donde había
bares que abrían hasta altas horas de la madrugada y clubs de alterne. Debíamos
actuar antes de que llegara allí. No queríamos tener complicaciones con el jefe
de la comisaría. Decidimos separarnos. Sergio le cortaría el paso tres calles
más al sur, y yo lo acorralaría.
Él caminaba tranquilo, con pasos
continuos y meditados. La cabeza la llevaba mirando al frente, como buscando
enemigos, peligros o amenazas que rompieran su sosegado paseo.
Lo tenía a pocos metros de distancia de
mí. Sergio también debía estar cerca. Era el momento ideal de intervenir. Una
imprevista ráfaga de viento atravesó el callejón, como salida de la nada,
sacudiendo mi cola de caballo y mi quietud.
No podía esperar más y grité:
–
¡Policía, levanta las manos!
Él se detuvo, aunque no se giró en
ningún momento. Seguramente estaría pensando la forma de huir.
Con un tono de voz serio y seguro,
volví a hablar:
–
¡Date la vuelta y pon las manos donde
yo pueda verlas!
Sergio no aparecía. Empezaba a
inquietarme por él.
El Tuerto seguía sin hacer movimiento
alguno, lo cual no estaba segura si era una noticia buena o mala.
–
Voy a acercarme a ti, ¡saca las manos
de los bolsillos! – exigí sin más preámbulos.
A medida que me iba aproximando, una
sensación de que algo no marchaba bien me invadió. Normalmente trabajábamos en
equipo y en ese momento me sentía sola, desprotegida y expectante ¿Dónde
narices se encontraba Sergio?
Él comenzó a caminar hacia delante,
ignorando mi presencia.
–
¡Detente o disparo! – espeté ante mi
incredulidad.
Quedaban aproximadamente diez metros
para girar a la siguiente calle. Estaba segura de que él aprovecharía esa
ocasión para correr.
<<¡¡¡Sergio, te necesito aquí,
ya!!!>>
El protocolo sobre cómo actuar ante la
huida de un delincuente era claro, y más,
teniendo en cuenta que no debíamos actuar por cuenta propia, sin contar con la
opinión del compañero. Cuando se daban casos así, lo recomendable era abandonar
el lugar, antes que arriesgar la vida propia y de terceros. Pero el Comisario
Jefe había sido contundente. Necesitábamos hacer esa detención, por el bien de
la sociedad en general y de la Comisaría en particular.
Consiguió girar la calle. Sólo quedaban
tres opciones. Que continuara de frente, que tomara la primera calle a la
izquierda o que se decantara por adentrarse en el callejón sin salida que había
inmediatamente a la derecha.
Me arrimé cuanto pude al edificio que
tenía a mi derecha, cayéndome gotas de agua de la gárgola que había sobre mí.
Cuando me disponía a torcer la esquina, recibí un disparo, con tan buena suerte
que ni siquiera me rozó. Entre la oscuridad del lugar y la compacta niebla, no
conseguía ver con claridad, y eso me estaba encolerizando. Esperaba que el
disparo hubiera alertado a mi compañero.
Saqué la cabeza unos segundos para
mirar si seguía en el mismo lugar y no estaba. Tomé la calle y con las dos
manos levantadas a la altura del pecho sujetaba mi arma. Fui dando pasos
secretos, pero la mala suerte me acompañaba. Tropecé con unas latas de
refrescos tiradas en el suelo, haciendo un ruido considerable y delatando así,
mi posición. Para mi sorpresa, salió del callejón que tenía justo a mi derecha
y volvió a disparar. El disparo iba dirigido a mi cabeza, pero gracias a mis entrenamientos
y mis buenos reflejos, una vez más conseguí esquivarlo, agachándome hábilmente.
Tuve que retroceder para volver a ocultarme en la calle anterior.
Además de ser un ladrón de guante
blanco, no le importaba mancharse las manos de sangre. A esa gente le da igual
asesinar o herir cruelmente a sus víctimas, con tal de conseguir su botín y no
ser alcanzados ni reconocidos.
En pocos minutos se había formado una
tormenta, que amenazaba lluvias intensas. Los relámpagos iluminan las oscuras
calles, ofreciendo una imagen apabullante.
Volví a salir, decidida a alcanzarlo.
Caminé unos metros y no se escuchaba nada, sólo los truenos y la lluvia que
caía sobre los adoquines. Pensé que posiblemente se hubiera escapado, pensando
que habría un batallón de policías en su caza.
Tenía el cabello, la cara y toda la
ropa empapada, pero aun así, seguiría en mi empeño de reducirlo.
En el callejón no había nadie, ni
tampoco por la calle de la izquierda. La única opción era seguir de frente.
Un ruido inesperado tras de mí, hizo
que me volteara con nerviosismo, apuntando con mi pistola hacia el causante. Un
perro callejero había tirado una pequeña papelera, esparciendo por la acera los
restos que contenía en su interior. Mi humor no estaba para bromas en ese momento
¿dónde estaría Sergio?
Después de
esos segundos de distracción, volví a concentrarme en el objetivo que nos había
llevado hasta allí. El trabajo sería mucho más fácil si mi compañero estuviera
a mi lado, o siguiendo el plan que habíamos esbozado entre los dos.
Mirando hacia un lado y hacia el otro,
seguí el curso de la calle con el arma bien empuñada. De vez en cuando, tenía que pasarme el torso de mi mano izquierda para
secarme la cara.
De repente, sentí a poca distancia de
mí, otro ruido, éste provenía de la siguiente callejuela. Sin pensarlo dos
veces, corrí lo más rápido que pude hasta llegar a la esquina. Agarré el arma
con decisión y me coloqué en el centro, con las piernas ampliamente abiertas
para asegurarme, en caso de tener que efectuar un disparo.
Tras de mí, otro ruido ¿qué estaba
pasando allí?
El fugitivo había huido. Maldije mi
mala suerte y bajé las manos, considerando que todo había terminado. Volvía
sobre mis pasos, pensando en la cara que iba a poner el Comisario al enterarse
de que se nos había escapado, cuando percibí nuevamente la presencia del
alguien. Sabía que en ese momento era totalmente vulnerable. Estaba de
espaldas, con el arma guardada en la funda y el ánimo a ras del suelo. Sin
embargo, me giré lo más dinámica que pude, desenfundé mi pistola y busqué el
objetivo, que estaba a más de veinte metros de mí. En cuestión de segundos le
disparé sin pensarlo, en vista de sus anteriores actuaciones. O él, o yo. El
cuerpo cayó al suelo, rotundo, exánime. Me fui acercando, despacio, con
cautela. Cogí mi walkie-talkie para llamar a Sergio. Hasta ese instante,
hacerlo era arriesgar la vida de ambos. No contestaba.
Cuál
fue mi sorpresa, cuando vuelvo la vista atrás y consigo escudriñar la imagen
del “Tuerto”, vivito y coleando.
¿A
quién acababa de matar?
SANDRA EC
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