Mis
padres siempre me habían dicho que no me juntase con esa clase de animales,
pues en un abrir y cerrar de ojos, te están engullendo. Unos, un poco torpes en
sus movimientos, ruidosos y ciertamente descuidados. Mi madre me enseñó a
caminar despacio, muy sigiloso y siempre pendiente de lo que ocurre a mi alrededor.
Otros, en cambio, se aprovechan de nuestra vulnerabilidad o exceso de
confianza, repartiendo zarpazos en el más absoluto silencio y oscuridad, para
que no los puedas identificar.
Ellos
siempre me dijeron que tuviese los ojos bien abiertos, y que no me fiase si un
compañero, en acto amigable, deja a mi merced un suculento ratón; sin embargo,
yo siempre he confiado en mis iguales, mi olfato gatuno creía no equivocarse.
El
recinto donde acostumbrábamos a pasar el día, después de una nutritiva comida,
era amplio y muy soleado. Una extensión de hierbas ya marchitadas por el avance
del verano y la escasez de lluvias. Cada uno de nosotros tenía un lugar
establecido para el aseo y posterior descanso. La paz reinaba en aquel espacio
hasta que un ejemplar, que más parecía el demonio que un gato, se dejó caer por
allí. Sus rasgos lo decían todo. Mirada maléfica, satánica y bigotes en forma
de anticristo.
En poco
tiempo consiguió implantar sus normas y voluntad, pasando a ser todos sumisos y
esclavos. Cada mañana teníamos que cazar el mayor número de presas para él, o
de lo contrario éramos desterrados de nuestra propia tierra. Ninguno de mis
compañeros protestó ni dijo nada. Lo único que comentaban en corrillos era que,
la ley del más fuerte siempre prevalece, y pensando que en caso de peligro, ese
supuesto líder los salvaría del mismo, considerándolo como el Rey de la tribu.
A mí no
me hacía ninguna gracia tener que compartir mis capturas con aquel individuo
que se pasaba el día postrado a la sombra, con un pelaje lustroso y saludable,
rodeado de las mejores hembras de la zona. Me dejaba el pellejo cada vez que
salía en busca de alimento, arriesgándome a ser el rico almuerzo de Toby, un
perro de grandes dimensiones y olfato divino. Muchas veces he tenido que
engañarlo, para poder escapar de sus zarpas.
Una
mañana de otoño, cuando ya las temperaturas habían refrescado y la tierra
amanecía húmeda por el rocío, me obligó a desplazarme hasta un cinturón de la
ciudad un tanto desconocido para mí. Regresé cabizbajo, con un botín mediocre,
indigno de un vasallo.
–
¿Qué
me traes? – me preguntó, tan pronto me vio asomar el hocico por nuestro
descampado.
–
Hoy
ha sido un mal día. Aquel sitio estaba plagado de perros, imposible cazar sin
la mirada penetrante de aquellos hurones.
–
Ya
sabía yo que eras un inútil, un auténtico incompetente – protestó con voz
enfurecida.
–
Pensé
que podría engañarlos, pero se ve que están entrenados.
–
Pensé,
pensé, tú aquí no estás para pensar, ya te lo he dicho en varias ocasiones.
Aquí estas para hacer lo que yo te diga, ni más, ni menos – maulló colérico.
–
Lo
siento, no volverá a ocurrir – me disculpé con vergüenza.
–
¿Tengo
que hacerlo yo todo? – gritó, mientras todos los demás se reían a carcajadas –.
Si no sabes hacer bien tu trabajo, ya sabes dónde está la salida. Vuelve a
aquel lugar y no regreses hasta cumplir con tu cupo.
Bajo la
observación de todos, testigos de mi humillación, me retiré del lugar. Tenía el
ánimo a ras del suelo, me sentía como si me atiborraran a palos.
A partir
de ese día, las vejaciones fueron continuas en el tiempo, haciéndose cada vez
más pesadas y degradantes. Los compañeros que acostumbraban a salir conmigo de
caza, habían sido trasladados a otros lugares mucho menos peligrosos, sin
perros callejeros a la vista, por indicaciones del cabecilla.
Mi salud
empezaba a resentirse. Aquel pelaje tan envidiado por los demás felinos, de
color gris ceniza, brillante y meticulosamente cuidado, se transformó en una
madeja de pelos enmarañados que habían perdido totalmente el resplandor. Tenía
los ojos tristes, casi llorosos y mis bigotes rozaban el suelo.
Deseaba
mantener la amistad con mis amigos de siempre, aquellos que habían nacido en el
mismo lugar que yo, con los que había compartido correrías, algún que otro
secreto y nos habíamos ayudado mutuamente. Pero Trus se encargó de que eso no
fuera posible. Con sus artimañas de buen orador, consiguió poner a todos en mi
contra, creando falsas historias y bulos. Nadie se atrevía a llevarle la
contraria, había creado un ambiente de miedo y pavor entre nuestra comunidad,
donde antes se vivía con tranquilidad y cierta despreocupación.
Aislado
de todo lo que antes había sido una parte importante de mi gatuna existencia,
atrapando ratones o pequeñas aves despistadas, me sentí el ser más miserable,
bajo aquel cielo lleno de nubes tan grises como mi propia realidad.
Un día
mandó a uno de mis anteriores compañeros a que
me acompañara en la salida rutinaria, y de paso, asegurarse así de que su secuaz, cumplía con las normas
establecidas. Yo, en aquel entonces, pensé que había recapacitado y que las
aguas volverían a su cauce original. Tardé poco tiempo en darme cuenta de lo
ingenuo que había sido, creyendo que Trus había recapacitado.
Estaba a
punto de conseguir el botín, cuando mi olfato interceptó que algo no iba bien.
Noté como los pelos del lomo se me erizaban, mis orejas estaban tiesas y los
ojos fruncidos. Observé a mi alrededor y no
había atisbos del colega que me había escoltado. Se había difuminado, sin avisarme
del peligro que corría.
Dejé a
un lado tan apetitoso manjar y disimulé mi
preocupación, buscando alternativas a corto plazo. A pocos metros, un perro
huesudo y muerto de hambre enseñaba sus dientes asquerosos, elevando de forma
exagerada una trufa embarrada y emitiendo sonidos intimidantes. Sin pensarlo
dos veces, empecé a correr hacia uno de los márgenes, donde vi cómo algunos
disfrutaban de la escena que tenían ante ellos. También comprobé como todos, excepto
uno, me negaron la ayuda que les pedía a gritos. El muro era demasiado alto
para mí, pero ese anónimo me ofreció su pata derecha y gracias a él, conseguí
trepar hasta llegar al punto más alto, poniendo mi vida a salvo.
Cuando regresé
al puesto de mando, Trus me esperaba con una sonrisa burlona, apuntándome con
su pata grasienta. Se estaba mofando de mi arriesgada aventura, aunque le
hubiera gustado que cayera bajo aquellas uñas hambrientas. Ver como se removía
en las hierbas a carcajada tendida, con las patas hacia el cielo y la cabeza
pegada al suelo, me produjo una sensación de pesadumbre y a la vez, de repulsa. Los allí presentes, imitaban sus acciones
sin rechistar, aplaudiendo cada uno de sus sarcasmos, igual que muñecos de
trapo.
Lejos de
amedrentarme, erguí lo máximo que pude la cabeza y salí de aquel lugar tóxico,
donde lo único que se respiraba era intimidación, chantaje y desaliento. El
mundo gatuno se había vuelto corrupto, venenoso e infecto. Las palabras
“amistad, confianza, ayuda, empatía y colaboración” ya no existían, ya nadie
las conocía y ponía en práctica.
Esa
noche la pasé solo, escondido en una caseta abandonada. El paso efímero de las
horas, me ayudó a pensar y a tomar la decisión más importante y relevante de mi
historia. Hablaría con los que había considerado siempre amigos y con otros
compañeros, para pedirles su apoyo y acabar con aquel hostigador que tenía a
todos atemorizados.
Llevaba
días durmiendo mal y mis costillas empezaban a ser cada vez más visibles, a
pesar de la capa de pelo que tenía. Todos los roedores que conseguía cazar,
debían ser entregados sin reserva alguna; ya que sus
esbirros se encargaban de controlarme.
Por la
mañana, bien temprano, conseguí escabullirme de los guardias, y me dirigí a una
zona algo más segura, donde masticar algo fresco. A lo lejos, podía escuchar cómo los subordinados maullaban
órdenes a los pobres desgraciados que acataban las mismas, sin oposición
alguna, pero eso debía acabar.
Una vez
recuperada parte de las fuerzas, me dirigí hacia el lugar que sabía seguro,
estarían algunos de ellos. Al principio ni se habían enterado de mi presencia,
hasta que alcé la voz y todos buscaron con la mirada de dónde provenía aquel tenaz
maullido.
Con
serenidad, expuse mis argumentos, ofreciéndoles la posibilidad de unirnos y
formar una sola voz, para afrontar el problema. Nadie contestó ni contrarió mis
proposiciones. Se limitaron a escucharme y a analizar mis palabras, meneando la
cola de vez en cuando, mientras se lamían y relamían. Mi última oferta fue
retarles a acompañarme esa misma tarde hasta el mausoleo que había construido
Trus.
Allí
estaban todos, rodeando al gran minino, tumbados al sol, sobre un prado recién
segado. Él, cuando vio que me acercaba hasta su trono, se irguió impaciente,
invitándome a volver por donde había venido. Pero yo, lejos de amilanarme y
guardar mi cola entre las patas traseras, continué con el paseíllo, sin dejar
de mirarlo fijamente a los ojos, algo que lo enervó especialmente, pues estaba
acostumbrado a que todos obedecieran sus propios mandamientos y agacharan la
cabeza.
–
¿Qué
haces aquí? – preguntó con un tono de voz un tanto irónico –. Sabes que has
sido desterrado de mi jurisdicción.
–
Para
empezar, esto no es tuyo, lo hemos compartido todos en armonía hasta que
llegaste tú, con tus estúpidas reglas.
–
Sal
de mi vista ya – gruñó muy enfadado. Los ojos estaban a punto de salirse de sus
órbitas.
–
Antes
debo decirte algunas cosas – contesté sin miedo.
–
Tú
no eres quien para decirme nada, ¿lo entiendes? Eres un simple Don Nadie –
sostuvo indignado.
–
Eso
es lo que tú crees, pero los demás están conmigo. Todos apoyan que debes
largarte de nuestras tierras. Las ratas que cacemos, serán para nuestro propio
sustento, y no tenemos por qué mantenerte. Nos tratas como estiércol y por lo
tanto, no eres digno de nuestra amistad.
–
No
serás capaz de hacer tal cosa – dijo, enseñando su dentadura perfecta –. Esta
chusma que ves a mi alrededor, me adora. Yo los protejo y les doy cobijo, no
necesitan nada más.
–
No
necesitan de tu protección – repliqué.
–
No
quiero escuchar más sandeces. Lárgate de mi vista antes de que te dé un buen zarpazo
– empezaba a estar molesto.
–
No
pienso irme de aquí hasta que recojas tus bártulos y desaparezcas de nuestra
vista – reivindiqué –. ¿Quién está conmigo?
Durante
unos minutos se hizo un silencio que, más
parecía el entierro del tan querido Gato con Botas. Empezaba a inquietarme cuando, el compañero que me había tendido una pata
días antes, se puso a mi lado, pasándome una de sus patitas atigradas sobre mi
lomo. Le respondí con un afable guiño, agradeciendo su gesto.
No pasó
ni un minuto desde que San se acercó a mí para acompañarme en el reto, cuando,
uno tras de otro, gatos de todos los lugares se fueron acercando a nosotros. Jóvenes
o ancianos, sanos, enfermos, tuertos; poco a poco, abandonaron la zona oscura,
gris y tormentosa, buscando la libertad, la paz, el amor libre, vivir sin
coacciones, sin gritos ni amenazas, sin miedo, sin sentirse inferiores y
desmotivados.
Ya nadie
quedaba del otro lado, sólo Trus, que mantenía su pose altanera.
–
¡Me
las pagarás! – vociferó enojado.
–
¡Abandona
este lugar y no te atrevas a volver! Aquí queremos integrantes que aporten
cosas positivas y no se pasen el día dando órdenes injuriosas y maldicientes,
queremos que la comida sea repartida con los enfermos y no tener cánones ni
rentas que nada nos contribuyen – mi voz era sosegada y a la vez firme y
convincente.
–
Que quede claro que me voy por voluntad propia, pues no
deseo estar con gente tan egoísta, ordinaria y vulgar – dijo, sin saber el
revuelo que sus palabras producirían.
La
manada empezó a maullar en grupo. Estaban indignados e irritados ante tales
manifestaciones. Se creó un profundo malestar y yo no sabía cómo atajarlo,
entre otras cosas, porque sus expresiones también me habían dolido. Unos
mostraban sus dientes afilados y punzantes, otros elevaban sus zarpas
puntiagudas en señal de advertencia, y algunos se fueron acercando cada vez más
hacia él, con la intención de darle su merecido.
–
¡No!
– grité –, no vale la pena manchar nuestras pezuñas con su sangre contaminada
de rabia y envidia. Dejad que se vaya, creo que le ha quedado claro que todos
deseamos su inminente partida. Nosotros no somos con él, cobardes, sitiadores o
acosadores.
El
círculo que habían trazado alrededor de Trus se abrió en uno de sus extremos,
ofreciéndole así su retirada. Con la cola a rastras, fue desfilando por entre
ellos, manteniendo la mirada despiadada y feroz que tanto lo caracterizaba.
A partir
de ese día, la concordia reinó entre nosotros y
algo les quedó muy claro: “La Unidad, hace la Fuerza”.
SANDRA EC
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