CUENTA LA LEYENDA……
Eugenio y su novia Petra, decidieron organizar una salida
en grupo con unos amigos, aprovechando que ese fin de semana no tenían guardia
en el hospital donde trabajaban.
Hacía mucho tiempo que deseaban visitar el Monte Aloia,
en la localidad Pontevedresa de Tui. Un paraje natural, rico en paisajes únicos,
excelente arquitectura gracias a las formas graníticas, panorámicas
sorprendentes y donde puedes disfrutar de la presencia de fauna en estado puro.
Montaron sus tiendas de campaña en la zona habilitada
para ello y se dirigieron a la casa forestal. Allí, un guía les facilitó toda la información sobre el parque, con
mapas y rutas de senderismo, les preguntó si era la primera vez que acudían a
esa zona, advirtiéndoles que por las noches solían acercarse lobos.
Al parecer, eran los únicos que acamparían esa primera noche
y no les hacía demasiada gracia estar rodeados de animales depredadores. Fue así
como consiguieron que el guía aceptara su invitación a la barbacoa que
prepararían para cenar.
La noche no tardó en llegar. Mientras las chicas
preparaban la mesa y unos aperitivos, ellos hacían brasas para poder asar la
carne. Para rematar la velada, prepararon la típica queimada gallega, compuesta
de aguardiente, azúcar, corteza de naranja, trozos de manzana, uvas y por
último, granos de café. Al cabo de unas horas, todos se reían a carcajada
limpia y el guía, que hacía a la vez de guarda forestal, decidió contarles una
leyenda relacionada con el parque natural. Se apiñaron alrededor de una pequeña
hoguera, con las piernas cruzadas y se dejaron deleitar ante la insistencia del
guardia, quizás intrigados por descubrir los mitos que ocultaba aquel fantástico
y a la vez, misterioso lugar.
“La arcana leyenda cuenta que bajo unas piedras
graníticas, colocadas estratégicamente de forma que parezcan un tálamo, yacen
los cuerpos de dos amantes, asesinados por el esposo de ella y hermano de él.
Todo ocurrió una noche de luna llena. María decidió
hablar con su marido muy seriamente y pedirle el divorcio. La rutina había
llevado al matrimonio a un pozo sin fondo, en el
que cada día se ahogaba más y más y no había forma de mantenerse a flote. El
maridaje había fraguado y menguado pausadamente con el avance de los años, ya inapreciable
ante los ojos de aquella hermosa dama, según cuentan los ancestros. Una
relación mortecina, apagada y sin futuro. Había sido una decisión muy meditada
y difícil, llevaba meses ensayando la conversación e imaginándose la cara
estupefacta de su marido. Sin embargo, él no se había mostrado retentivo, simplemente
le había preguntado quién era el desgraciado que acababa de arruinar su
perfecta vida, aunque nunca llegó a saberlo por boca de su esposa.
Al no existir impedimento alguno, ni nada que la
retuviera, cogió una pequeña maleta con sus pertenencias y salió de la casa que
había sido su hogar, durante siete largos y dilatados años. No quería mirar atrás, sentía lástima por su esposo, pero a la vez estaba
ilusionada porque a partir de ese momento, podría dar rienda suelta a su
corazón y a sus sentimientos, tanto tiempo privados de libertad.
A medio camino, un vehículo le paró. Era él, su amado que
venía a rescatarla de las dudas y remordimientos que la estaban torturando. Al
entrar en el coche, se abrazaron como nunca lo habían hecho antes. Un abrazo
tierno y a la vez apasionado. Decidieron pasar la noche juntos, en medio de la
naturaleza.
Manolo, muerto de dolor y rabia, cogió su coche y decidió
seguir a la que todavía era su cónyuge. Para más inri, pudo comprobar que había
subido en el “””””todoterreno”””” de su hermano menor. Ambos vehículos se
pusieron nuevamente en marcha, en dirección al Monte Aloia. No dudó, ni un
segundo, en dejar la persecución hasta averiguar qué estaba pasando
exactamente.
Sorpresa mayúscula y quijotesca, fue la que se llevó al
llegar al destino final. Había dejado su coche, metros atrás, para no llamar
demasiado la atención y los últimos metros, decidió recorrerlos andando.
Escondido entre unas plantas, muy parecidas al helecho, verificó perplejo y
confuso, quién era el amante de su querida esposa, el que le había arrebatado
su más preciado tesoro. Ante sus ojos estaba su peor pesadilla.
Mientras, la pareja salía del vehículo y mostraba
abiertamente su amor, y deseo carnal. Atrás quedarían las ataduras, miedos,
disimulos y encubrimientos. Cogidos de la mano, buscaron un lugar recogido, desde
donde contemplar aquella noche hechizada, en cuyo cielo, brillaban
exageradamente las estrellas. Desde ese mismo lugar, darían gracias a su dios
por haberles brindado tan maravilloso espectáculo y haberles permitido
completar su felicidad.
Presa de los celos y la impotencia, veía como la pareja
se fundía en múltiples abrazos, seguidos de besos hambrientos, obsesivos, morbosos.
Aquellos cuerpos fogosos se iban despojando de las ligeras prendas de ropa. En
sus rostros se adivinaba el deseo a contemplar la desnudez de ambos, uno frente
al otro, a sentirse poseídos por una fuerza no conocida, a estar dominados por
una pasión irrevocable. Entonces, se dio cuenta de que no la conocía, que parecía
otra mujer, muy distinta a aquella que, cada noche, dormitaba a su lado.
Recordaba su actitud recia, lejana, fría y negativa de los últimos meses, nada
que ver con lo que tenía ante sus ojos.
Sentía escalofríos y dolor en el pecho, una dolencia, no
tanto física, como sí espiritual. Sentimientos de culpabilidad,
arrepentimiento, engaño y aflicción, lo
torturaban sin piedad y pedían a gritos venganza. No podía consentir que
su esposa y su hermano se mofaran de aquella
forma tan lamentable y desleal. No podía tolerar, bajo ningún concepto, ser el
hazmerreír del pueblo, ni estar en boca de todos.
Aquel teatro le parecía una pantomima, un sueño grotesco
del que necesitaba despertar y pulsar el botón de reset. Se veía como un mero espectador, escondido entre la maleza,
al que le habían ultrajado y degradado su vida, algo que no estaba dispuesto a
condescender.
En el coche tenía herramientas del trabajo. Sin perder
demasiado tiempo, cogió la más pesada y contundente, un pasamontañas junto con
una pala de mano. Iba a poner punto y final a aquella situación, que él no
había buscado, pero que le afectaría para el resto de sus días, sino tomaba
medidas drásticas.
A lo lejos, se podía escuchar el aullido agudo y gélido de
los lobos que habitaban el parque y el agradable cantar de los grillos. La
pareja estaba totalmente desnuda, explorando, por primera vez, sin miedo ni
pudor, cada centímetro de piel y las zonas más eróticas y placenteras. Ella,
erguida sobre su amante y con la cabeza ligeramente inclinada hace atrás, pedía
apremiante más placer, invadida por el éxtasis y la lujuria, disfrutando de
cada segundo y buscando la convulsión de todo su ser.
Presa de los celos y la
desesperación, y abatido por las últimas imágenes, decidió acometer su plan. Se
cubrió la cara con la prenda que había rescatado de su vehículo, para proteger
su identidad y se dirigió hasta donde yacían los recién enamorados. Ellos no se
habían dado cuenta, en ningún momento, de su presencia, abstraídos por el deseo
y la necesidad de compartir cada poro de la piel, adormilados plácidamente
sobre un manto de hierba verde.
A pasos apurados y desesperanzados, se acercó hasta ellos
con el arma alzada y el primer golpe, rotundo y mortal, lo recibió su esposa en
la cabeza, dejándola sin vida, sin darle tiempo a una posible reacción. Su
hermano, en primer término, intentó defenderse, sin conseguirlo, puesto que era
de complexión bastante débil. El primer golpe lo cobró en la espalda, seguido
de tres más en la cabeza.
Una vez que consiguió tener la situación controlada, se
ensañó con los dos cuerpos, una y otra vez, despojándose de toda la ira y
enfado, en cada golpe que les propinaba. Sus manos ensangrentadas, no cesaban
en el empeño de conseguir venganza. Un nuevo aullido le hizo despertar del que
parecía un mal sueño y se dejó caer al suelo, cubriéndose la cara ante aquella
deplorable escena, sacada de la peor historia de terror nunca jamás contada.
Miró el reloj y pensó que debería abrir una zanja para enterrar los dos cuerpos,
así como las pruebas del crimen. En pocas horas amanecería.
Dos horas después, ya no había rastro alguno del
homicidio. Tanto los cuerpos, el arma letal, la maleta, como la ropa, estaban
totalmente enterrados. Para disimular las marcas en el suelo, movió piedras de
considerable tamaño que colocó hábilmente sobre la improvisada tumba, de forma
que parecía un megalito.
El vehículo de su hermano fue devuelto al domicilio,
antes de amanecer, para evitar sospechas concluyentes. No había vestigio alguno
de su mujer en el coche, todas las pruebas habían sido borradas, al igual que la herramienta utilizada en el asesinato
y la pala que usó para la excavación.
Durante mucho tiempo, hubo sospechas de que algo extraño
había ocurrido en aquella familia, desapareciendo dos miembros al mismo tiempo
y sin causas aparentes. Aquel suceso había creado mucha incertidumbre entre los
habitantes, acrecentada ante la negativa de aquel marido despechado en buscar
conclusiones. Nunca se llegó a saber con exactitud lo que realmente sucedió,
todo fueron hipótesis y presunciones. No hubo denuncia por desaparición, con lo
cual, nunca fueron procurados y mucho menos, hallados los cadáveres. Las
continuas visitas del marido a un lugar determinado del monte, con vistas
singulares hacia el valle y corroboradas por diversos testigos, habían creado multitud
de conjeturas. Una vez fallecido, el esposo despechado, eran muchos los que
llevaban flores y rezaban oraciones en aquel lugar que tanto ocultaba entre sus
entrañas”.
El fuego, hacía rato, que se había difuminado. Todos
habían estado atentos a la narración, contada por el guía, intrigados por conocer
una historia tan inhóspita como macabra. De lejos, se escucharon aullidos de
lobos, seguramente en busca de comida fresca para sus crías. Una sensación de
inseguridad y desánimo mermó aquella noche, que en un principio se presentaba
explosiva y marchosa.
El guía se ofreció a enseñarles la supuesta y sepulcral tumba
por la mañana, ante la insistencia de los varones.
Sandra EC
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