El caserío estaba
totalmente aislado del bullicio al que estaba acostumbrada. No había edificios,
calles, comercios, supermercados, vehículos, todo era silencio y armonía.
La casita estaba rodeada de pequeños
árboles y plantas. Por la parte delantera transcurría un riachuelo de poco caudal
en el que se podían ver varios patos adultos con sus crías. Se respiraba
tranquilidad y paz.
La casa más cercana estaba a
quinientos metros de distancia, los móviles apenas tenían cobertura y no había
antenas de televisión. Justamente lo que estaba buscando desde hacía un tiempo.
La decoración interior era
totalmente austera. Disponía de un dormitorio de ocho metros cuadrados, una
cocina que hacía al tiempo de salón y un aseo de apenas cuatro metros
cuadrados.
En el dormitorio había un cuadro,
en la cabecera de la cama, tan sobrio como el mismo habitáculo. Por las
noches dejaba la ventana abierta para escuchar el ruido de las hojas al moverse
y así poder conciliar el sueño. Quería dejar de tomar los ansiolíticos y
enfrentarse a la vida sin antifaz.
La mejor zona de la casa era el
porche. En él pasaba la mayor parte del tiempo. Disponía de una mecedora de
madera y una mesa redonda donde poder leer tranquilamente.
Tenía tres semanas para reflexionar
y dar un vuelco a su vida. Aislada de todos los vicios a los que estaba
acostumbrada, por primera vez se sentía liberada. Nada la presionaba ni
preocupaba, el simple ruido del agua corriendo por el arroyo, los pájaros
cantando sobre las copas de los árboles, le transmitían serenidad y paz consigo
misma.
La pérdida de su hijo había sido un golpe muy
fuerte, todavía no se lo podía creer. Habían pasado tres meses y seguía
escuchando su voz preguntándole que había para comer o cuando
estaba en la ducha con la música a todo volumen. A raíz del fallecimiento, puso
en práctica cada una de las costumbres que tenía su hijo, necesitaba ponerse en
la piel de él y sentir que todavía estaba a su lado.
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