En mi vida había pasado tanto calor y
desazón, y no era precisamente por la estación del año en ese momento.
El tiempo era lluvioso y frío, típicamente
invernal y propio de la provincia. Habitualmente estaría mucho más abrigada y
protegida, pero la ocasión interpelaba al despojado y a la marcha.
Era domingo, y como casi todos los fines
de semana, mis compañeras tenían permiso para descansar. Unas privilegiadas,
puesto que trabajaban una vez a la semana, y un máximo de diez horas al día.
Nada que ver con lo mío. Había ocasiones en las que hacía jornadas maratonianas
de catorce horas.
El continuo desgaste que sufría de lavados,
centrifugados y secados, me tenía estresada y agotada. Pronto me sustituirían
por otra de mayor aura y más sugestiva, estaba segura de ello. A pesar de ello,
me sentía complacida y feliz.
Antes de hacerse conmigo, estaba la que
llamaban la pupila. Era de color dorado y bastante exagerada, nada que ver
conmigo. Las compañeras que la recuerdan, dicen que tenía tratos de favor y que
a menudo iba por ahí pavoneándose de las demás.
Yo era normalita, como todo mortal. Me
gustaba llamar la atención pero siempre y cuando la coyuntura lo permitiera. No
iba buscando a propósito comentarios obscenos ni situaciones comprometidas. Me
aprovechaba de las circunstancias, sin más. Mi voz, sensual, concupiscente,
susurrante, atraía y reclamaba atención.
No me gustaba ser manoseada por
cualquiera, y por ello, seleccionaba de antemano el botín. Debía ser atractivo,
sensual, sexy, honesto, fiel, cariñoso, dulce, tierno, romántico, apasionado y
sobre todo, delicado. A pesar de ser sencilla y humilde, en ocasiones, me
gustaba que las demás sintieran un poco
de envidia.
Ese domingo tenía que ser diferente a
los demás. Lo había presagiado días antes. El ambiente estaba acalorado,
febril. Se notaba agitación en la atmósfera, como si algo estuviera a punto de
suceder. Algo que cambiaría todo.
Temprano sentí como un atavío suave,
sedoso, elegante y muy seductor se acercaba con intención de acompañarme el
resto del día. Ocasiones caprichosas como ésa, muy rara vez se presentaban. Era
una sensación íntima, desgarradora.
Unas extremidades largas, calientes,
famélicas de placer y rociadas en sudor, se acercaban sigilosamente, jugando al
despiste. Sentía las yemas de aquellos dedos moverse muy cerca, acariciando la
zona cero. El ajuar se deslizó lentamente, agasajando todo lo que en su
recorrido encontraba.
–
Ich
will dich, ich brauche zu besitzen – Susurraba alguien con voz melodiosa. Podía
sentir su fricción sobre mi relieve.
–
Ich
gehöre ganz dir, weiß es – Musitaba una voz femenina familiar.
Esos jueguecitos no me estaban gustando
nada. Intuía cómo iba a acabar aquel rollo. Al principio, para ellos era un
bonito escaparate, al que miraban asombrados, me atrevería a decir que hasta
excitados. Después pasaba a ser secundario para acabar rodando por el suelo,
algunas veces enmoquetado y otras veces, frío, glacial, mezclado con otros
elementos decorativos.
De fondo se podía escuchar música
romántica, picando a algo de erotismo, muy acorde con el momento.
Mis presagios fueron un acierto. Aquellas manos que,
anteriormente me habían estado toqueteando y recreándose en mi jardín, en aquel
momento, apremiaban mi desaparición perentoria.
Sentí cierto alivio al retirarme de
aquel escenario explosivo y borboteante. Se pronosticaba a muy corto plazo,
fuertes lluvias y una niebla extremadamente pegajosa, algo poco recomendable.
Desde aquel suelo de madera, recubierto
con una alfombra belga de pelo largo y color malva, avizoraba lo que allí
acontecía.
–
Magst
du? – pronuncio la voz masculina.
–
Natürlich.
Da Sie nicht gibt es ein weiteres – contestó la acompañante con ánimo de
felicitar al participante en el pasatiempo de ese domingo.
A las pocas horas, volví a mi lugar
de origen. Ya no había urgencia ni ahogo. La temperatura ambiente se había
moderado gracias al funcionamiento de aquel aparato que no paraba de soltar
aire frio por unas rendijas. De nuevo me sentí acompañada por aquella prenda
agradable al tacto, y el olor tan característico que recordaba desde el primer
día de mi llegada a su vida, jazmín
fresco.
SANDRA
EC
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