EL
TAN DESEADO “INDULTO”
La oficina de correos estaba a rebosar de gente. La
cola llegaba hasta la entrada. Ángeles abrió la puerta con la mano izquierda,
puesto que la derecha la tenía sobre el pecho. Sentía agonía y aflicción,
estaba muy nerviosa y su respiración era agitada. Ya dentro, se fijó en los que
esperaban. Sintió cierto alivio al no encontrar a nadie conocido. No tenía
ánimos para dar explicaciones de su situación, la cual se agravaba cada día que
pasaba. Habían transcurrido más de seis años desde aquel fatídico día. Daría cuanto
estuviera en sus manos para cambiar aquel momento.
Ella nunca quiso herir a nadie con sus actos, muy
lejos de la realidad. Simplemente compró alimentos para sus dos hijos menores, con la tarjeta de crédito que encontró en la calle,
ni siquiera había gastado dinero en ella misma. Comprendía el enfado de la
propietaria de la tarjeta. Ella, en su lugar, pensaría lo mismo, pero su
situación económica era precaria, insostenible. Llevaba tiempo escondida de su
ex marido, que la maltrataba junto a sus dos niños y no le pasaba la pensión. Había
tenido que escapar a otra ciudad donde no
conocía a nadie. No tenía trabajo, ni ahorros ni un hombro sobre el que llorar.
Se vio tan desesperada que, al encontrar la tarjeta, no lo pensó dos veces y
decidió comprar lo básico para los pequeños.
Hacía mucho calor dentro. A falta de un abanico,
cogió del bolso el aviso de recogida, que le
sirvió para conseguir un poco de frescura. Todavía tenía siete personas delante
de ella y ya había pasado más de media hora. Los pies no dejaban de moverse,
primero el derecho, después el izquierdo. Estaba inquieta y no veía el momento
en que la atendieran.
Al fin, llegó su turno. La chica del mostrador se
veía exhausta y molesta. Debido a los recortes de personal, tenía que trabajar
más horas por el mismo salario. Ángeles le entregó el documento y esperó unos minutos
hasta que la funcionaria volvió a recepción. La miró directamente a los ojos y
le pidió el carnet de identidad, el cual no encontraba en el bolso, debido a
los nervios. Las uñas retumbaban sobre la madera de melanina, de forma inconsciente, y la mirada estaba perdida en
la ventana que tenía enfrente.
Al fin, la tenía en sus manos. Su pretensión era
abrirla allí mismo pero al ver tanta gente fijándose en ella, decidió salir a
la calle y buscar un banco donde sentarse tranquilamente y descubrir qué habían
decidido hacer terceras personas con su vida.
Salió tan apresurada de la oficina que tropezó con
una anciana, cargada con la compra. La mujer perdió el equilibrio y parte de
las bolsas, por el encontronazo. Ángeles le pidió disculpas varias veces un
tanto avergonzada, le ayudó a recuperar lo caído al suelo lo más rápido que
pudo y sin causar más trastornos.
Una vez superado el desliz, buscó en los alrededores
una sombra sobra la que resguardarse del atroz calor. Sus pasos eran acelerados
y torpes y no dejaba de atizarse el pelo con las manos. Al fin sentada, miró el
sobre que se movía impetuosamente a causa de la nervadura. Se preguntaba si
habría conseguido el indulto solicitado al gobierno y de no ser así, qué sería
de su familia. Había sido juzgada por lo penal a algo más de dos años de cárcel
por delito continuado de falsedad en documento mercantil y estafa. Involuntariamente
metía la uña del dedo corazón en la boca y se mordía el labio inferior, tenía
taquicardias, cosa que desde el juicio, no le había sucedido y la frente estaba
empapada en sudor.
Decidida, abrió el sobre y comenzó a leer la
decisión que habían tomado. En el documento se mencionaban artículos y leyes
que no entendía. Simplemente, deseaba saber si
criaría a sus hijos o por el contrario, tendría que ingresar en prisión. Fue,
al final del escrito, donde leyó claramente que se le había concedido el
indulto solicitado. De un impulso se levantó del banco y se puso a gritar, saltar,
llorar. No se lo podía creer, al fin lo había conseguido. Durante las últimas
semanas, había estado recogiendo firmas para presentar en los juzgados y por
fin, la lucha había merecido la pena.
Volvió a sentarse para releer la resolución. Necesitaba
estar segura de que no iría a prisión. Su cara había cambiado, de triste,
expectante y preocupada, a feliz, sonriente y libre.
Miró el reloj y comprobó que tenía que volver a
casa. Había dejado los niños a cargo de una vecina y debía regresar. La forma
de caminar había cambiado, estaba apresurada por llegar a la vivienda y abrazar
a los críos. Por ellos, había cometido aquel delito, para que fueran felices y
tuvieran cubiertas las necesidades básicas.
En cuanto entró en el salón y vio a los niños jugar,
se emocionó tanto como el día que los parió. El primer impulso fue acercarse y
darles un beso. Acto seguido, llamó a su madre por teléfono y le explicó la
situación. La pena había sido conmutada por treinta días de trabajos, en
beneficio de la comunidad y con la condición de no volver a delinquir en un
plazo de tres años. Todos estaban felices por la decisión.
Una vez que acabó de poner al corriente a sus
familiares de la nueva situación, cogió a los pequeños y los abrazó tanto como
pudo. Pensar que había estado a punto de perderlos, le oprimía el corazón. Los
tres empezaron a jugar con las pelotas y los coches en medio del salón. Ángela
seguía abrazándolos y besándolos. Ya nadie los separaría. Trabajaría duro,
durante todo el día, los trescientos sesenta y cinco días del año, para
sacarlos adelante de forma honrada y con la cabeza bien alta, y no permitiría
que ningún otro hombre le pusiera la mano encima, ni a ella ni a los niños.
SANDRA EC
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