Era
una noche preciosa de verano. El cielo estaba totalmente despejado y casi se
podía contar las estrellas, una por una. Hacía un calor insoportable y no
apetecía meterse en cama, a pesar de ser más de media noche. Ambos tenían que
madrugar al día siguiente, todavía faltaban dos semanas para coger las
vacaciones estivales.
Carlos y Laura disfrutaban de las maravillosas
vistas al mar desde la ventana del salón de su apartamento, mientras conversaban
sobre cómo les había ido el día a cada uno en sus respectivos trabajos. Pasaban
el día fuera de casa, rodeados de ajetreo y tensión. Para los dos, era un
ritual esencial que no dejaban pasar de largo. Necesitaban compartir
sentimientos y anhelos. Llevaban cinco años de noviazgo y cada día sentían la
necesidad de pasar más tiempo juntos y disfrutar del amor. Entre ellos no había
secretos y sí mucha complicidad.
De repente se acabaron las palabras,
y a pesar del bochorno que hacía, sus labios se encontraron y sus cuerpos se fundieron
en un tierno y a la vez, apasionado abrazo. Les fascinaba comerse a besos y caricias
antes de iniciar el sexo. Su deseo era que el tiempo se congelara y pasar la
noche abrazados.
Sus cuerpos unidos formaban un solo
elemento. Estaban empapados en sudor a pesar del aire acondicionado. No les
apetecía irse, cada uno a un lado de la cama. Querían dormir así, abrazados y
radiando felicidad, como si esa noche fuera la última.
El sueño parecía haberse olvidado de
ellos, estimulándolos de esa forma, a continuar hablando de los planes para el
futuro en pareja, sin secretos ni mentiras. Ambos creían en que la base de una
pareja feliz era la fidelidad y sinceridad. Y así, prometiéndose amor y lealtad,
se quedaron dormidos hasta la madrugada siguiente.
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