El deseo es un monstruo de
cuatro cabezas contra el cual, en ocasiones, debemos luchar con espadas de plata.
A través de su boca desprende un aliento de fuego capaz de atravesarnos, de
dominarnos e incluso tiranizarnos. Podemos cabalgar sobre su escamado lomo,
amarrados fuertemente a sus alas de murciélago, disfrutando así, de un
maravilloso espectáculo. Podemos también agarrarnos a su cola espinosa y encrespada,
gozando de idas y venidas vertiginosas, tal cual una montaña rusa, o por el
contrario, quedarnos estiradas en el suelo, aguantando aquella mirada
penetrante, acusadora, y hasta podríamos decir que juguetona, esperando sentir
sobre nuestro cuerpo sus bolas de fuego, sentir que la temperatura se eleva,
los ojos enrojecen, la tez se ruboriza y la boca se reseca, y todo ello
mezclado con la aventura, la tentación o la fantasía hace que se nos erice la
piel y que saltemos de una nube de algodón a otra, sobre zapatos de cristal.
El deseo es como comer
chucherías en plena clase de matemáticas, a vueltas con las raíces cuadradas,
por debajo de la mesa y sin que el profesor nos vea. Es riesgo, emoción y un
sinfín de sensaciones electrizantes que nunca confesaríamos en voz alta; es esa
agitación que descubrimos cuando nos encontramos a solas en medio de la noche,
con la luz tibiamente encendida. Es atreverse a darle un balonazo a aquella
pelota, hasta entonces olvidada en una esquina
de nuestro jardín.
SANDRA EC
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